La zafra del ajo

Estuve al borde del ictus por una cabeza de ajo. Así, literalmente: por una cabeza de ajo. Ni siquiera una de esas que la imaginación popular atribuye a las donaciones de Chile, sino una cabeza de ajo Made in Banao, sembrada y recogida a escasos kilómetros de distancia y que,

Estuve al borde del ictus por una cabeza de ajo. Así, literalmente: por una cabeza de ajo.

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Ni siquiera una de esas que la imaginación popular atribuye a las donaciones de Chile, sino una cabeza de ajo Made in Banao, sembrada y recogida a escasos kilómetros de distancia y que, a juzgar por el diámetro, más bien pareciera cultivada con técnicas de bonsái.

Pero a lo que iba. El ictus comenzó a gestarse cuando entré a la Plaza del Mercado de Sancti Spíritus, un paraje donde los precios no responden a la clásica ley de oferta y demanda, mucho menos a las pretensiones utópicas que acariciamos un día: de cada cual según su capacidad, a cada cual según su trabajo.

Obnubilados aún con la zafra de fin de año, cuando llegaron a pedir hasta 15 pesos por un mazo de cuatro cebollas blancas, los vendedores de la Plaza habían tomado determinaciones radicales: el ajo que hasta ayer no lograban vender y se les ponía vano, ahora costará tres pesos —“vaya mima, por si no puedes pagarlo más caro”—; y por la cabeza estándar, de las que se necesitan dos para sazonar un buen potaje de frijoles, en lo adelante habrá que desembolsar cinco pesos.

— ¿Cinco pesos por un ajo de este tamaño?, le pregunté, todavía desconcertada.

—Sí, ¿no ves el cartelito? Cinco pesos, me respondió medio ofendido, como si él lo hubiese cultivado.

—Ven acá, ¿ustedes tienen pensado que esta cabeza raquítica algún día llegue a costar 10 pesos? Solo para saber…

— ¿Y tú le has preguntado a las shoppings por qué ellos venden el pomo de pepinillo encurtido a 2.35 CUC? ¿O tú crees que los precios de las shoppings no están caros?

Entonces me descoloqué, porque eso de justificar un error con otro siempre consigue sacarme de paso.

—Fíjate si estás equivocado que no sé ni de qué hablas. Yo puedo vivir sin comprar pepinillos encurtidos, un lujo que al parecer tú sí puedes darte; lo que no puedo, desgraciadamente, es cocinar sin ajo.

Viré en U y me fui, mientras él vociferaba a mis espaldas que bajaría los precios cuando TRD y Cimex bajaran los suyos o cuando el ajo estuviera sato o cuando le diera la gana. La sangre me hervía, pero si algo he aprendido bien es a contenerme.

Y me fui, con la cabeza a punto de estallar —la mía, no la de ajo—, pensando en la malformación congénita de nuestra ley de oferta y demanda, en lo vano e impotente que se pone de a poco mi salario, en la depresión de los planes productivos de Banao, en el hombre nuevo en que vamos derivando y en la gente que no tiene estos dilemas y sale satisfecha del mercado.

Desde entonces ya han pasado varios días, he analizado con la cabeza despejada —la mía, no la de ajo— el largo proceso del surco a la tarima y he tomado una determinación no menos radical que la de los vendedores de la Plaza: para evitar el ictus, asumiré el precio del ajo —¿o debiera decir los precios en sentido general?— como un fenómeno que se encuentra al margen de mi jurisdicción; un asunto que, pese a la insistencia de mis pataleos, no tengo potestad para cambiar. Uno más.

Tomado del blog Cuba Profunda

Gisselle Morales

Texto de Gisselle Morales
Periodista y editora web de Escambray. Premio Nacional de Periodismo Juan Gualberto Gómez por la obra del año (2016). Autora del blog Cuba profunda.

Comentario

  1. En nuestra provincia la comercialización de Ajo, al igual que otros productos constituye un negocio millonario, donde los principales ganadores son los revendedores que existen en cualquier esquina, sin que le importe a ningún directivo del gobierno ni del Partido. La corrupción, el desvio de recurso, las indisciplinas sociales y otros males que están a la orden en nuestro país unido a la inexistencia de un mercado mayorista que responda a las necesidades del sector privado van conduciendo al país a una quiebra económica que a mediano plazo será fatal e irreversible. ¿Quién se pone el cinto bien puesto y enfrenta con las leyes más severas estos hechos sociales denigrantes? Hasta ahora veo que TODOS nos hacemos los de la vista gorda porque todos luchamos la vida para poder sobrevivir, pero a costa del deterioro de nuestros valores y hasta de nuestros principios éticos. Veo comentarios sobre ello a diario en la prensa escrita, televisiva, radial, en la bodega, en la escuela, en el parque, en la parada de algún medio para trasnportarnos, y me pregunto. ¿Cómo ante tantas evidencias denunciadas la vida del cubano sigue siendo igual? Reflexionemos y busquemos el mejor camino. Gracias.

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