Manuel Piti Fajardo, el oficial de más alta graduación del Ejército Rebelde muerto en la lucha contra bandidos, mantuvo una relación especial con su madre.
Justo el día en que lo iban a matar, quizás como un presagio, escribió la última carta a su madre. Atardecía el 29 de noviembre de 1960. La frialdad y la niebla oscurecían ya el lomerío.
El mensaje transpiraba seguridad y todos los abrazos. “Mi amorcito”, la saludaba con ternura. No la atormentaba en balde. Ni una palabra de bandidos, muerte, persecución: “Por aquí todo sigue en calma”. Se concentraba en la familia, en la salud de la tía Pancha y la operación de Sofía. Acababa de hablar a la esposa por teléfono y se regodeó en la vanidad de padre: “Mis hijas más lindas todos los días”. Sin saberlo, se despedía para siempre con aquel mimoso “Te quiere muchito”. Unas horas después el luto regresaba al Escambray.
“A Piti se le olvidaba muchas veces poner el encabezamiento a las cartas y ese día por la tarde me hizo una cartica donde puso la fecha y la hora, cosa rara en él, y se la entregó a Raúl para que me la llevara a Manzanillo. Raúl salió de inmediato. A Piti lo matan y llegando Raúl a Manzanillo llegó el avión con el cadáver de Piti”, contó Francisca Rivero (Panchita), la madre de Manuel Piti Fajardo, en una entrevista conservada en disco en el Museo Nacional de la Lucha Contra Bandidos (MLCB), concedida tiempo antes de morir en 1992.
Los relatos de Manuel Piti Fajardo, el oficial de más alta graduación del Ejército Rebelde muerto en aquella guerra secundaria, comienzan y terminan inevitablemente con Panchita, también su educadora, amiga y guía. El completo estudio biográfico “Un hombre de su tiempo”, realizado hace casi 30 años por el Licenciado Adrián Dopico y conservado con celo en el MLCB, así lo confirma.
“Mi hermana Enma era una muchacha muy graciosa y ocurrente, fue de las primeras maestras normalistas (…). En la escuela de ella había un muchacho al que le decían Pitinti mi gallo y cuando nació mi hijo dijo: ‘Pero si está aquí Pitinti mi gallo’. Y le decíamos Pitinti hasta que se fue acortando y se le quedó Piti”.
Ella se convirtió en la primera cubana de piel negra graduada de Medicina —considerada entonces una ciencia impropia para las mujeres—, y llegó a ser prestigiada en Manzanillo con el título popular de “Médico de los pobres”. En noviembre de 1930, en esa ciudad de mares y pescadores trajo al mundo a su único retoño.
Piti Fajardo enseguida demostró inteligencia, nobleza y espíritu justiciero. En los solares del pueblo jugaba pelota, quimbumbia y bolas con los primos y los amiguitos pobres. Practicaba ciclismo y natación, pero en las noches inviolablemente estudiaba las lecciones con su madre, quien le formó un hábito de aprendizaje que nunca abandonaría.
Joven inquieto, pero maduro, mantenía una mirada serena bajo las cejas bastante oscuras y pobladas. Más bien de pequeña estatura, delgado, ágil y fuerte, su cuerpo trasmitía claras señales de la práctica de ejercicios físicos, en particular el voleibol, pasión que lo convirtió en una especie de promotor de ese deporte en Manzanillo, donde asumía casi la mitad de los gastos y el traslado del equipo en su Chevrolet del 55.
Con apenas 17 años, ya se conmovía por los agravios a la patria: junto a su madre se incorporó al rechazo popular por el ultraje a la simbólica Campana de La Demajagua y recorrió la ciudad en protesta por el asesinato de Jesús Menéndez.
Acabado de recibir como Bachiller en Ciencias y Letras, Panchita le regaló como premio un viaje a Estados Unidos para conocer al “país de las maravillas”, como lo describía la prensa de entonces. Allí encontró otra realidad con la discriminación racial, el desprecio a los latinos, los abismos de clase y llegó incluso a escribir: “No me gustan los negros de Miami porque son muy sumisos”.
Resuelto, con la inspiración materna, matriculó Medicina en la Universidad de La Habana, donde se vinculó a la juventud ortodoxa y a las manifestaciones estudiantiles de la época. En 1955, ya titulado, comenzó a ejercer en la clínica La Caridad, donde muchas veces consultaba gratuito, en el Hospital Civil de Manzanillo y hasta viajaba a Niquero los domingos para practicar cirugías.
“Los únicos golondrinos que yo he tenido en mi vida me los operó Piti”, cuenta en una entrevista conservada en el Museo Georgina Mendoza. Su hermana la trajo al hospital con fiebre. No llevaban dinero y para entrar debían pagar 10 centavos. Mandaron a buscar a Piti, quien la inyectó y le pidió que volviera en la tarde a su consulta donde existían mejores condiciones. Ya terminada la cirugía, cuando preguntaron el precio, él miró a la chiquilla, le puso la mano en la cabeza y dijo: “Siempre que saques buenas notas me estarás pagando la operación”.
No necesitó mucho tiempo para comprender que su estrella asomaba a lo lejos, dibujada de rebelde. De la mano de Celia Sánchez y el doctor René Vallejo se incorporó al Movimiento 26 de Julio y la clínica La Caridad se convirtió en una especie de hospital clandestino donde llegaban a sanar los soldados de la Sierra.
El peligro acechaba con los Tigres de Masferrer y Salas Cañizares rastreando los talones combatientes. Fidel no esperó más y dio la orden de abandonar el llano: “Fue a la casa. Dígole: ‘Piti, el almuerzo’, y me responde que no va a almorzar porque está de guardia en el hospital y se le ha hecho tarde. Me besó. Nidia, su esposa, que estaba embarazada, tenía un dolorcito. La besó y salió. Por la tarde llegó un chofer y le dijo a una hermana mía que lo recibió ‘Dígale a Panchita que ya Piti está en lugar seguro’. Se dirigió a Cayo Espino y de ahí a la zona donde estaba Fidel”.
En las montañas, en la región de Pozo Azul, ayudó a levantar un hospital, donde atendían a las víctimas más allá de su credo político. Combatía, dirigía un pelotón, organizaba los servicios médicos, financieros y jurídicos. Como diría el Comandante Juan Almeida: “Era un combatiente con el bisturí en una mano y el fusil en la otra”.
En medio de la guerra recibió la noticia. Había nacido su primogénita. Aunque la hija y su esposa Nidia permanecían amadas y distantes, no pudo disimular el gozo: “Ahora sí debes estar chocha con tu nietecita. La verdad es que nació hecha un tirito, yo estoy que no quepo, ya aquí todo el mundo la conoce y los tengo al tanto de cada foto que llega”.
Manuel Piti Fajardo entró con Fidel a La Habana, donde quedaba poco tiempo para saborear el triunfo anhelado. A fines de enero de 1959, regresó a Manzanillo como médico cirujano, pero enseguida nuevos deberes lo convocaron: ascendido a Comandante, lo nombraron director del Hospital Militar de Santiago de Cuba, donde precisó organizar, depurar y poner punto final a una especie de boicot interno contra los servicios médicos.
Una urgencia daba paso a la otra. El Comandante Fajardo nombrado jefe de operaciones de la Sierra Maestra con dos misiones: la construcción de la Ciudad Escolar Camilo Cienfuegos, en el Caney de las Mercedes, y la aplicación de la reforma Agraria en la zona.
Fundiciones, trabajos voluntarios, palas, carretillas, construcción de casas a los campesinos, recurrentes encuentros con el Che y Fidel. Un torbellino iluminado con la entrada de los primeros 500 muchachos, aquellos guajiritos descalzos, flacuchos, hechizados por el flash de los bombillos eléctricos que entonces creyeron estrellas.
Tiempos de convulsión volcánica. En abril de 1960 regresó a la Comandancia de Pino del Agua para iniciar las operaciones contra el bandido y excapitán del Ejército Rebelde Manuel Beatón, a quien en poco tiempo capturaron. Meses después, el 7 de septiembre de 1960, en el Hotel Jagua, de Cienfuegos, Fidel lo presentaba como Jefe de operaciones en el Escambray, como una indudable evidencia de confianza en su capacidad política, militar, humanista.
Panchita Rivero jamás permitió la distancia: “Dondequiera que estuviera destacado mi hijo, allá iba yo a visitarlo (…). Estuve dos veces a verlo en el Escambray. Yo estaba algo inquieta: había recibido anónimos contrarrevolucionarios donde se nos amenazaba de muerte a mi hijo y a mí”.
Piti Fajardo permanecía escasos ratos en la Comandancia de Topes de Collantes. Dirigía personalmente tácticas y estrategias en la zona de operaciones. Las capturas de Plinio Prieto, Porfirio Ramírez y Sinecio Walsh promovieron las primeras raíces del bandidismo. El 29 de noviembre de 1960, ya al anochecer, mientras perseguía a unos contrarrevolucionarios por la carretera entre Trinidad y Cienfuegos, cerca de la entrada para Topes de Collantes, una bala enemiga sepultaba su juventud.
Su madre jamás publicó los detalles de un dolor seguramente fulminante, pero una alumna, María Grant, rescató del silencio la fotografía de tanta angustia: “Una tarde de principios del año 1961, en el aula donde cursaba el tercer año del nivel medio general, los varones del grupo comenzaron a tirarse tacos y a formar indisciplina, sin darse por enterados de la llegada de la profesora. Serena y apacible, ella aguardaba por que se hiciera silencio y volviera el orden. De repente, se escuchó su voz, suave y firme, ofreciendo disculpas a las muchachas porque durante todo el curso había privilegiado a los alumnos, quienes —ahora— estaban traicionando ese favoritismo: ‘Y ¿saben por qué era esa predilección hacia los varones? Porque yo busco en los ojos de cada uno de ellos los ojos de mi hijo’”.
Nota: Para la realización de este trabajo Escambray agradece la colaboración de los másteres Miguelina Duarte y Roberto Félix Cornelio, especialista principal y museólogo, respectivamente, en el MLCB.
Emotivo su trabajo sobre Piti Fajardo y su madre Panchita Rivero.
Me gustaría saber cómo llegó a manos de la autora ese texto de mi autoría que ella cita.
Agradecida,
María Grant