No resta un ápice, sino que engrandece, la rebeldía de hombres como José Martí y Fidel Castro ante la opresión y la injusticia, capaces de arrastrar a todo un pueblo a la guerra libertaria contra la tiranía en dos siglos diferentes, pero con los mismos ideales y principios éticos.
Atrás quedaron los tiempos en que se trató de mostrar un Apóstol únicamente lírico y santificado como en Martí, el santo de América, para enseñarlo desprovisto de su sustrato revolucionario, antiimperialista y latinoamericanista, porque podía inspirar a la lucha a las nuevas generaciones que pusieran en peligro los privilegios de las clases dominantes, de las cuales provenían muchos de aquellos intelectuales que tergiversaron el sentido de su vida y su obra.
Nada de santo tenía quien, con obstinación febril, organizó la Guerra Necesaria y convocó a sus compatriotas a combatir sin descanso por la independencia de la patria, a la par que alertó contra la naturaleza rapaz del “Norte revuelto y brutal que nos desprecia”. Empero, no pretendemos poner en duda el alma superior y la excepcional sensibilidad poética del autor de los Versos sencillos.
Solo que aquel poeta y escritor sin tacha que organizó un partido y una revolución independentista no se quedó en la especulación teórica o en los vuelos subjetivos de la inspiración lírica, sino que, con los pies en la tierra, vino en un pequeño esquife junto a cinco arriesgados compañeros a combatir personalmente en la contienda por él organizada.
Por desgracia, la intervención estadounidense echó por tierra aquel sublime empeño y, cuando revivido el ideal patriótico por hombres como Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena y Antonio Guiteras Holmes, en la confluencia de las décadas del 20 y el 30 del pasado siglo, la traición de Fulgencio Batista, las intrigas de la oligarquía nativa y la mediación interesada de los Estados Unidos se confabularon para frustrar nuevamente la revolución martiana.
Luego, la politiquería de gobiernos venales como los del propio Batista y sus émulos del partido “auténtico” Ramón Grau San Martín y Carlos Prío Socarrás, modelos de corrupción galopante, caracterizados por el gangsterismo, el clientelismo, la represión al movimiento obrero y otros males, llevaron a Cuba a una situación cuya única salida la veía el pueblo en las elecciones previstas para el primero de junio de 1952, las cuales debía ganar el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), con un programa progresista.
Pero Batista se adelantó y el 10 de marzo de ese año dio el golpe de Estado que cerró todas las vías legales y pacíficas a las fuerzas políticas y sociales, dando paso a la confabulación con partidos tradicionales burgueses para repartirse porciones de poder, de las cuales, la tajada mayor, sin discusión, serían para él y sus compinches del marzato.
Aquello ya era demasiado. Quizá lo habría podido soportar otro pueblo con otra historia, mas no el cubano, en cuyo seno bullía una generación impregnada con los ideales de Martí, cuya sangre hirvió en sus venas: la Generación del Centenario del Apóstol, la misma que con Fidel Castro al frente asaltó el 26 de julio de 1953 los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, en Santiago de Cuba y Bayamo.
El gesto sublime de aquellos jóvenes costó la vida de cerca de 70 de ellos, la mayor parte masacrados por los esbirros de uniforme, que encarcelaron y llevaron a juicio al jefe de la acción y a sus compañeros sobrevivientes. Conminado a decir quién o quiénes habían estado detrás de los ejecutores, Fidel Castro —que asumió la propia defensa— planteó que José Martí era el autor intelectual de aquella hombrada, lo que provocó estupor en jueces y custodios.
Pero la vida le daría a Fidel una y mil veces la razón. Quienes compartieron con él los duros años del presidio, los del exilio en México y los azarosos de la lucha en la Sierra, coinciden en destacar su apego a los textos martianos.
El propio Fidel definió a Martí como el más genial y el más universal de los políticos cubanos. Aseveró que el Apóstol “nos enseñó su ardiente patriotismo, su amor apasionado a la libertad, su repudio al despotismo y su fe ilimitada en el pueblo. En su prédica revolucionaria —dijo— está el fundamento moral y la legitimidad histórica de nuestra acción armada. Por eso es el autor intelectual del 26 de julio” afirmó años después.
“¡Patria es Humanidad!”, manifestó Martí, y la Revolución hizo del internacionalismo una de sus más destacadas banderas. “¡Hombres recogerá quien siembre escuelas!”, sentenció, y la Cuba de Fidel construyó millares de ellas y acabó con el analfabetismo. Y al planteamiento del Apóstol sobre la importancia de un nuevo tipo de universidad, la Revolución y Fidel respondieron llenando el país de universidades nuevas.
“¡Ser cultos para ser libres!”, proclamó el autor de Ismaelillo, y Fidel lanzó la iniciativa de hacer de Cuba el país más culto del planeta, a la vez que señaló: “Sin cultura no hay libertad posible”. Martí, ese “Sol del mundo moral”, como lo definió Cintio Vitier, impregnó sus actos de un altísimo humanismo basado en la eticidad y la virtud. Fidel hizo de la moral y de la ética, pilares esenciales de la nación cubana.
Fue Martí nuestro primer y más profundo antiimperialista y Fidel sacó a Cuba definitivamente del yugo heredado de la intervención norteamericana de 1898; demostró el autor de Nuestra América el más acendrado latinoamericanismo, y Fidel fue artífice junto a Hugo Chávez, de la Alianza Bolivariana para los pueblos de Nuestra América (ALBA), y de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), los dos procesos integradores por excelencia en nuestro continente.
Dio el creador de Patria un valor capital al pensamiento cuando señaló: “¡Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra!”, y además afirmó: “¡Una idea justa defendida desde el fondo de una cueva puede más que un ejército!”. Por su parte, Fidel, en un discurso pronunciado el 3 de febrero de 1999 en la Universidad Central de Venezuela, expresó: “¡Una Revolución solo puede ser hija de la cultura y las ideas!”.
Luego, el primero de mayo del 2003 apuntó en el acto masivo celebrado en la Plaza de la Revolución de la capital cubana: “Nos acompaña la convicción más profunda de que las ideas pueden más que las armas por sofisticadas y poderosas que estas sean. Las ideas son el arma esencial en la lucha de la humanidad por su propia existencia”.
Aquel enero en que nació Martí tendría su continuidad en el agosto que nos dio a Fidel; el 24 de febrero de 1895, que al cabo se frustró, retoñó el 26 de julio de 1953 en el año del centenario del natalicio del Apóstol. El primero de enero de 1959 uniría finalmente la teoría y la obra revolucionaria de estos dos gigantes de la patria cubana.
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