Escuchan el ulular de la ambulancia que sale rumbo al Hospital Militar Manuel Fajardo, de Santa Clara, y la inquietud las sobrecoge. “Otro caso positivo”, se duele María Delgado, mientras adereza el sofrito para el potaje de frijoles del almuerzo. “Por Dios, ¿hasta cuándo será esto?”, se pregunta Anisia Bernal y con premura saca de la centrífuga la sábana blanquísima y olorosa, también en el Hospital Provincial de Rehabilitación Doctor Faustino Pérez Hernández, de Sancti Spíritus.
Una en la cocina y la otra en la lavandería, es como si experimentaran en carne propia la tensión que vive el personal médico de esa institución asistencial, convertida en centro de aislamiento para sospechosos y enfermos de la COVID-19 desde el 11 de marzo pasado, cuando el Laboratorio Nacional de Referencia del Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí confirmó los primeros casos infectados con el coronavirus en Cuba.
En esos días, escoba y trapeador en mano, Anisia transitó por la sala de los ingresados. Se esmeró en la limpieza como nunca; también se cuidó como jamás recuerde.
—Per favore, proteggiti, le advertía el paciente italiano desde la cama.
Y ella, que hasta hoy no había escuchado de a tú a tú una palabra en esa lengua romance, le asentía con la cabeza, sin dejar ver el rictus de preocupación dibujado en su rostro, reguardado con gorro y nasobuco.
“No me da pena decir que soy auxiliar de limpieza; así me gano la vida y ayudo a mi mamá, que está enferma, con una pierna hinchadísima por problemas de circulación”, comenta del otro lado de la línea telefónica y la voz termina poblándosele de tristeza.
No por que Anisia lo pidiera, sino a solicitud de la dirección del hospital, cambió la limpieza por la lavandería, y hasta allá se fue para andar entre toallas, fundas, piyamas de enfermos, de médicos…
Dondequiera que la ubiquen a trabajar dentro del “Faustino Pérez Hernández”, se cuida al extremo para no cotagiarse con el SARS-CoV-2. “Ese virus no es el zika ni el chikungunya; sí mata, mata”, insiste y asevera que al retornar a casa de noche va directo al baño sin mirar para los lados, pues su mamá, precavida al fin, ya le tiene el agua caliente. “Si me cuido, la cuido a ella”, recalca la hija.
Como Briginia, la mamá de Anisia, los hijos de María Delgado quisieran ver lejos, bien lejos a su madre del hospital de rehabilitación espirituano porque allí trabaja en el borde de la llamada zona roja, y es comprensible humanamente el temor de ellos.
“Este es el momento de responder”, sostiene María, quien labora habitualmente en la lavandería y ahora lo hace en la cocina por necesidad de la institución sanitaria. “Me esmero para que los trabajadores de aquí y los pacientes coman bien”, subraya esta mujer, una de las fundadoras de la institución hace casi tres décadas.
Más presta a darle el punto exacto a un arroz con pollo o a un fufú con empellas de puerco que a conversar con un periodista, María expresa no haber hecho nada extraordinario, y que los verdaderos héroes son los médicos y el personal de Enfermería que están cara a cara con los enfermos, jugándose la vida.
Su heroicidad la ejemplifica la reincorporación inmediata al centro asistencial poco después del fallecimiento de su compañero semanas atrás. “Hacía falta que volviera y volví; casi no duermo por lo de mi esposo, amanezco sentá’ en un sillón. Aquí, en el hospital, me siento mejor; somos una familia, como también dice Anisia”.
Y así, estas espirituanas, desde la humildad de sus actos, revalidan hoy la certidumbre martiana de que las “cosas buenas se deben hacer sin llamar al universo para que lo vea a uno pasar. Se es bueno porque sí; y porque allá adentro se siente como un gusto cuando se ha hecho un bien”.
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