El fiscal general de Estados Unidos, William Barr, al parecer se molestó y protestó en público por las constantes intromisiones del presidente Donald Trump, lo cual, como dijo, hacen hoy imposible su trabajo.
Barr reaccionó así después de días de un creciente escrutinio sobre su papel en la tensa decisión de desautorizar a los fiscales que habían buscado un duro castigo para Roger Stone, un viejo amigo de Trump, acusado y convicto, entre otros cargos, de mentir al Congreso.
En una entrevista con ABC News, Barr se quejó de que los mensajes de Trump en la red social Twitter eran perjudiciales para el Departamento de Justicia. ‘No puedo hacer mi trabajo aquí en el departamento con un constante comentario de fondo que me debilita’, señaló.´
‘Plantear declaraciones públicas y tuits sobre el departamento, sobre la gente del departamento, nuestros hombres y mujeres aquí, sobre los casos pendientes y sobre los jueces ante los que tenemos casos, hace imposible mi trabajo’, expresó.
Los cuatro magistrados de carrera que habían trabajado en el caso Stone y firmaron inicialmente un memorándum con la propuesta de pena (entre siete y nueve años de cárcel) se retiraron el martes en una aparente protesta.
La renuncia envió una clara señal, dijo Greg Brower, un exfiscal que una vez dirigió la oficina de asuntos congresionales del FBI, citado en un artículo del diario The New York Times.
‘Todos estaban en desacuerdo’ con la forma en que los altos funcionarios del Departamento de Justicia intervinieron, advirtió.
‘Más allá de eso’, acotó Brower, ‘probablemente también creían que había consideraciones éticas que forzaban su decisión’.
El presidente felicitó a Barr el miércoles por encargarse ‘de un caso que estaba totalmente fuera de control’ y pidió que en realidad ‘deberían disculparse’ con Stone.
Según varios medios de prensa, el Departamento de Justicia prevé disminuir la pena solicitada para el exasesor de campaña del gobernante republicano, quien fue declarado culpable por obstruir y mentir en la pesquisa del Congreso sobre la presunta interferencia rusa en las elecciones de 2016.
Stone mintió al Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes, trató de bloquear el testimonio de otros potenciales testigos y ocultó evidencia a los investigadores, con el objetivo de proteger a Trump.
Los cargos en su contra se derivaron de la extensa investigación que lideró desde mayo de 2017 el fiscal especial Robert Mueller, quien pese a que no pudo demostrar la colusión, sí dejó claro que hubo un gran interés del equipo del ahora presidente para buscar trapos sucios a la excandidata demócrata Hillary Clinton.
La estrategia, de haberlo logrado, era afectar la opinión del electorado a favor del entonces candidato republicano Donald Trump, ganador finalmente en los comicios del súper martes de noviembre de 2016.
‘Incluso suponiendo que William Barr actúe con integridad, es imposible que la gente lo crea porque el presidente lo hace parecer su perro faldero político’, apuntó Jack Goldsmith, profesor de Derecho de la Universidad de Harvard.
El académico, que dirigió la Oficina de Asesoría Jurídica del Departamento de Justicia, opinó que, durante su mandato, Trump se ha inmiscuido continuamente en las investigaciones y los juicios federales que involucran a sus amigos y enemigos políticos.
Al pedir una investigación sobre este asunto, el líder de la minoría demócrata del Senado, Chuck Schumer, se preguntó qué resulta más fétido y maloliente que tener a ‘la persona más poderosa de nuestro país literalmente cambiando las reglas para beneficiar a un compinche culpable de violar la ley’.
Pero los aliados del mandatario justifican todo el derecho que tiene Trump -como jefe del poder Ejecutivo- de supervisar las investigaciones, incluso aquellas con un interés personal.
Consideran que con tal actitud, el ocupante de la Oficina Oval ‘está tratando de corregir los excesos políticos de un sistema de aplicación de la ley que considera parcializado en contra de él y su equipo’.
Sin embargo, numerosos estudiosos del Derecho alertan que Trump destrozó normas que mantuvieron a los presidentes bajo control durante décadas, socavando la confianza del público en la aplicación de la ley federal y creando la percepción de que los casos penales están ahora sujetos a la influencia política de la Casa Blanca.
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