Pocas semanas después de haber eliminado los vuelos de líneas aéreas regulares norteamericanas a un grupo de aeropuertos cubanos, que habían sido autorizados por su antecesor, Barack Obama, el Presidente Donald Trump decretó la prohibición el pasado 10 de enero de todos los vuelos chárter a nueve aeródromos isleños, en su esfuerzo por asfixiar la economía de Cuba con el propósito de causar caos social y un eventual cambio de gobierno en La Habana.
Los chárter —o vuelos fletados— han constituido una vía de escape para los cubanos de aquí y de allá en su esfuerzo por mantener la relación familiar y la comunicación a través del Estrecho de la Florida.
Esta última medida hace tanto daño en Cuba como en la Florida y ha sido allá donde más repercusión ha tenido entre quienes se han visto afectados, pues por lógica matemática, los cubanos residentes en los Estados Unidos viajan más a Cuba en relación de 20 a 1, lo que afecta los bolsillos por el encarecimiento del transporte, ya que, aparte del costo del boleto de avión, deben trasladarse luego a las provincias y localidades a lo largo del caimán antillano, con mayores perjuicios para los residentes en la porción oriental de la isla.
De hecho, el costo de un flete de automóvil de La Habana a Sancti Spíritus, por ejemplo, se sitúa ya entre 150 y 170 cuc, y amenaza con seguir subiendo, lo que equivale o se aproxima al precio de un pasaje de avión de Miami a Santa Clara. Por tanto, no debe extrañar que en la urbe floridana la gente ponga el grito en el cielo ante esta arma de doble filo esgrimida por Trump, sobre todo, porque la mayoría de quienes integran la comunidad cubana son gente que vive de una pensión o de un salario que suele ser modesto.
Súmese a lo anterior que los pasajes de la inmensa mayoría de los cubanos residentes en Cuba que viajan al “norte” para ver a sus familiares son pagados por estos, lo que reducirá forzosamente el número de visitantes isleños a Estados Unidos y los ingresos de transportistas y comerciantes en el estado más al este de la Unión Americana. Entre las pérdidas para la economía de la potencia imperial figuran, como es lógico, las de las líneas aéreas regulares afectadas y las que han venido haciendo vuelos fletados, pero ello no es impedimento para quien da un ojo por ver a otro ciego.
Cuando el ciudadano común medianamente informado de Cuba o EE. UU. —pese a la sarta de mentiras y tergiversaciones con que diariamente son bombardeados esos últimos— escucha regularmente las nuevas iniciativas anticubanas de Donald Trump no puede menos que razonar sobre la dudosa utilidad de tales prácticas contrarias al derecho internacional, pues se sabe que no serán capaces de lograr su objetivo de derrocar a la Revolución cubana.
En Washington debían saber que Cuba no es un batido de clara de huevo que se desmerenga al primer embate, pues su gobierno y su pueblo han rechazado miles de agresiones desde el triunfo de la Revolución en enero de 1959, y están dispuestos a seguir venciendo las nuevas medidas de estrangulamiento puestas en vigor por el actual inquilino de la Casa Blanca.
Hoy todo parece indicar que, precisamente porque Trump y comparsa están convencidos de que los cubanos somos capaces de vencer nuestras dificultades y corregir nuestros errores, se ha dado a la tarea de apretar la presión del bloqueo sobre la isla para que no podamos demostrar que el socialismo, como proceso económico, político y social, es netamente superior al capitalismo.
Asándose en el jugo del juicio que se le sigue en el Congreso de su país “por obstrucción de la justicia y abuso de poder”, la gente se pregunta si Donald Trump, quien ahora lucha por su supervivencia política, tendrá tiempo y deseos todavía de levantarse cada mañana para anunciar una nueva medida contra Cuba.
No extrañaría una respuesta afirmativa cuando se trata de una persona caracterizada por adoptar decisiones tan alocadas como ponzoñosas: un día envía sus buques y aviones a violar las aguas territoriales de Venezuela, y al otro ordena matar a un alto militar iraní en un tercer país, violando todas las normas de convivencia internacionales. Tales actos no debían parecer raros en quien ha separado de sus padres a niños migrantes enfermos, que luego han muerto solos y sin atención médica en cautiverio.
A propósito de estos razonamientos, nadie en el Congreso de Estados Unidos ha alegado abuso de poder cuando Trump comete estas y otras barbaridades a lo largo y ancho del planeta, sino solo cuando perjudica a sus rivales políticos con sus maquinaciones y juego sucio, como la presente trama ucraniana que perseguía afectar al exvicepresidente y precandidato presidencial demócrata Joe Biden, poniendo al aire supuestos negocios sucios de su hijo Hunter al frente de una empresa petrolera radicada en Kiev.
Viene a la memoria otro presidente imperial llamado Richard M. Nixon, quien ante la inminencia de impeachment debido al sórdido caso Watergate renunció al cargo en agosto de 1974 para evitar ser destituido. Nixon, quien por sucio y matrero se ganó el mote de Dirty Dick, es el referente más cercano al personaje que ahora nos ocupa. Hoy cabe preguntarse: ¿Con cuál alias pasará Donald Trump al basurero de la historia?
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