Juan era completo; por ello, corrí hasta él, a la residencia universitaria, la noche antes del examen final de aquella Historia, la más tediosa de todas. “Sé a qué vienes; tu cara dice que estás perdido en un campo de lechugas”, dijo con su buenaza sonrisa espirituana.
Uno por uno fue repasando los temas de la Guía de examen; precisando aquí, concretando o generalizando allá, y capaz de disertar sobre cualquiera de ellos; pero era poco el tiempo para tanto material y no podía yo abusar de su cansancio, así que en varios momentos le pedí que evitara detalles e, incluso, saltara asuntos porque a la hora cero improvisaría. Sigue, que eso es muela, me vanaglorié. “¿Muela?”, se inquietó. Sí, pura muela, yo lo resuelvo con muela. “¿Seguro?”, insistió.
Compartimos en la Universidad de Oriente, entre 1983 y 1988, los sueños de cambiar el mundo desde las páginas de un periódico libre de prejuicios y censura, obseso contra las lluvias caídas, los logros alcanzados, los planes sobrecumplidos; afanoso por lo original, lo noticioso, lo bonito. Compartimos el gusto por García Márquez y Cervantes, por el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, y por Silvio; yo lo prefería acompañado por una banda poderosa como AfroCuba; Juan no, Juan se estremecía con aquel tipo solitario en escena, desgarrándose y desgarrando la guitarra.
El idioma ruso nos acercó. Yo tenía un sólido dominio de esa lengua y pude solicitar la convalidación, pero escogí permanecer en el aula para ayudar a mis compañeros; fue así, y quizás eso le gustó; entonces, lo mismo en clases que en época de evaluaciones, contaban conmigo; él era, creo, el más interesado en el ruski iazik y en las cosas de allá, donde yo había comenzado los estudios universitarios. Más de 35 años después en nuestra última conversación, sorpresivamente, él recordó ese tema.
Sin embargo, con idioma ruso o sin este, habría nacido el afecto porque Juan tenía humildad y discreción, inteligencia y serenidad, recogimiento y una sinceridad temible; y una risa de manantial, a lo Silvio, esa que salta. ¡Cómo reía con Maño, quien mostraba su poderío ajedrecístico sobre Puertas, jugándole con un ojo cerrado o a la zurda! ¡Cómo reía ante la absoluta negativa del afgano Roshan de volver a ser estruendosamente proyectado, con su mastodóntica figura, contra el colchón de judo durante la clase de Educación Física!
A principios de los 90 me llamó a Mayarí Arriba para que lo ayudara a salvar a un amigo común caído en desgracia. A mediados de esos mismos 90, lo llamé a Sancti Spíritus para que me ayudara a salvar a mi hermano reventado por dentro en un accidente de tránsito en las cercanías de esa ciudad. Cuando mi mamá llegó al hospital, ya él había estado allí, y en tantos días biliosos nunca nos faltó su hombro, familia y bolsillo. Al término de todo, paseó al convaleciente, para desestresarlo, por su hermosa ciudad. Era un espíritu santo.
Sí, como aquel veinteañero espigado que hizo suyos mis apuros en víspera del examen final de una Historia insoportable, y que pretendí vencer, aunque fuera improvisando. Al salir de la prueba tropecé con su mirada expectante, casi impaciente; la mía, aliviada, sonriente, lo contagió. Entonces no pudo evitar ser él:
—¿Y la muela… te dolió mucho?
Durante años llegaron acá, a Santiago de Cuba, de cuyo vientre nació Juan el Periodista, múltiples noticias acerca de su exitoso estilo de dirección; el arte de —ejemplo personal y genialidad mediante— construir un colectivo laboral chispeante; y la magia de convertir un manojo de páginas cualquiera en un periódico reluciente.
En el verano del 2021 hablamos por última vez. Lo encontré junto al lecho del padre muy enfermo; recordó mi estancia en la ucraniana Odesa, los repasos del idioma ruso; quiso saber de mi deplorable estado visual y auditivo…; sin embargo, yo tenía otro asunto: estaba preocupado por el desborde de la covid en Sancti Spíritus; por él, por la entrañable Mary Luz, su hermana; por tantos compañeros… No te quites el nasobuco ni para cepillarte los dientes, le pedí. “Sí, sí”, rió.
Por Juan, hagamos de su tumba un sitio de peregrinación, rendición de cuentas, juramentos. Hagamos que lo canonicen, como San Juan de la Prensa. Acuñemos el adjetivo Juanesco para lo brillante en periodismo. Fundemos el Juanismo, la juanología, la juanofilia, ¡qué se yo…! Hagamos que no muera.
Que lo sepa el autor: por razones de salud aplacé la lectura de este material hasta ayer, al mediodía, aunque tenía el periódico en mis manos, quemándome las ansias, desde el sábado.
Leí primero el de Yoleisy y aguanté estoicamente, porque todo o casi todo lo que cuenta, de forma magistral, lo viví también. Pero este Juan que evoca el autor, amigo suyo, tiene historias que yo desconocía. Adoré leerlas, y comprobar que, además de mi, hay otros con anécdotas graciosas relativas a su «dominio» del idioma ruso, del cual soy graduada.
Pero en el final me quebré y la tristeza me duró toda la tarde, porque no es justo que alguien con esa genialidad esté por ahí, en alguna parte del universo, mas no aquí, donde quería seguir.
Casi acabamos de regresar de donde están sus restos. Lloroso y sentido, aunque también con flores y sonrisas, fue el homenaje.
Gracias por tan valioso testimonio.
Como para él tu crónica. Tuve el privilegio de recibirlo en Escambray recien graduado, aprendi a conocerlo y a descubrir sus dotes de profesional competente y todas las cualidades mencionadas por ti.