El elegido de Birán
Nacía el elegido que se ciñó a la estrella y no al yugo; creció quien el 5 de enero de 1959 por fin arribó aquí, envuelto en llovizna y con olor a Sierra, para regalarnos en la madrugada del día 6 la definición de la ciudad, que, a fuerza de sentirla y repetirla, hoy es un himno.
Si las ciudades valen por lo que valen sus hijos, si las ciudades valen por lo que se han sacrificado en bien de la patria, si las ciudades valen por el espíritu y la moral de sus habitantes, por el fervor de sus hijos, por la fe y el entusiasmo con que defienden una idea, Sancti Spíritus no podía ser una ciudad más.
Sin una pizca en su sangre del controvertido Nostradamus, desde el balcón de la Sociedad El Progreso, auguró la obra inédita por levantar y las conjuras por venir, como la trujillista de agosto del propio 59, que él mismo se encargó de abortar en Trinidad el día 13.
Mas, ¿cuántas veces también apuró sus pasos largos en las montañas del Escambray para dirigir operaciones contra las bandas contrarrevolucionarias?
Al final, el guerrero no quiso grados sobre los hombros, los cedió a otros: “Brilló el patriotismo de los espirituanos en aquella lucha, lucha que costó vidas (…), que empleó parte importante del tiempo que necesitábamos para el desarrollo”.
Así lo expresó un día de gloria, que no se fue volando, como diría el poeta: habló del 26 de Julio de 1986, cuando estuvo entre nosotros en la Plaza, donde conversó lo mismo sobre las osadías de la naciente provincia, que acerca de la tardanza en la construcción de la presa Tuinucú, iniciada al parecer en la prehistoria.
Elogió y orientó; a la vez que, con ardid de orador viejo, bromeaba por los acordes de Pensamiento venidos del entonces reloj digital del edificio de 12 Plantas y que le recordaban sus minutos tras los micrófonos.
A la mañana siguiente se hizo al pueblo, inauguró y visitó obras por doquier, como en aquel mayo de 1989, cuando se le vio por Sancti Spíritus, Fomento, Taguasco, Cabaiguán, Jatibonico y Yaguajay, en este último caso, por Los Lagos de Mayajigua; allí preguntó y recomendó con magisterio propio, y salpicó de desenfado la plática con los reporteros, luego del extenso recorrido por el lugar: “Me han hablado de agua; pero no me han brindado ni un vaso”.
De la espiritualidad de mi gente, emprendedora y amable, bullanguera y sobria -si lo dicta la hora-, Fidel bebió, se nutrió durante esos días, similares al de septiembre de 1996, cuando llegó de nuevo, y en la Plaza reflexionó con la sabiduría del mítico Rey Salomón: “Sancti Spíritus no tuvo el 26, pero ha tenido el 28”.
Sin avisar a nadie se apareció aquí ese día no por “el hábito de ser conspirador” -argumentaría-; sino por ser un hombre de detalles, reverente. Mucho antes lo demostró al ir al encuentro de Lourdes Gourriel, cuando este retornó de la Copa del Mundo Italia 1988, para que el espirituano le contara cómo le arruinó la noche al extraordinario lanzador Jim Abott y, en definitiva, al elenco de Estados Unidos, gracias a aquel soberbio jonrón en la novena entrada que igualó el partido final.
Mucho después también demostró su gratitud cuando, terminada la tribuna en mayo de 2002, les dijo a los artistas espirituanos de la Plástica que con sus pinceles denunciaron el terrorismo: “Nos veremos pronto”; la invitación llegó a los pocos días para una cena especial en La Habana, convertida en “La noche de las servilletas”, titulada así por una colega y en nada emparentada con la de los lápices, bajo la dictadura argentina de turno.
Tan a gusto se sintió Fidel que no creyó en las posibles críticas de sus convidados y se atrevió a dibujar nuestras criollísimas palmas en los frágiles pedazos de papel, guardados hoy con celo por los pintores espirituanos.
Nadie sabe cuántas veces estuvo entre nosotros; los viajes al Banao de uvas, cebollas… andan dispersos en la memoria, como la visita al poblado de San Pedro, Trinidad, en 1971, adonde enviaría después una planta eléctrica Skoda, un jeep para trasladar a los enfermos, cuatro televisores que ubicaron en lugares públicos…
Nadie sabe cuántas veces Antonia Carbonell salió al patio de su casa de tejas y bloques al desnudo, al borde del Yayabo, para comprobar, con sus grandes ojos de 80 años, si por azar se encontraría de nuevo reclinado contra la baranda del paso superior del río, al hombre que en innumerables ocasiones vio por la televisión y con quien el 27 de julio de 1986 habló con la familiaridad de viejo conocido.
Nadie sabe cuántas veces Manuel Pérez, el Puentero Mayor, relató su encuentro ese propio mediodía con Fidel, cuando este bajó del elevado; al Comandante lo vería otra vez en el 89 en la ejecución del puente sobre el río Zaza, donde no faltarían las recomendaciones del líder de la Revolución de que no abusara de la edad. “Ni me duelen los callos”, le respondió entonces Manolo.