Magali Llort Ruiz, madre de Fernando, asegura que su hijo no es un ser de otro mundo
Enrique Ojito Linares
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Cuando salió por última ocasión de su casa en Playa, dicen que los versos del poeta llegaban en susurro desde la vecindad: (…) Si no creyera en mi camino… si no creyera en mi silencio. Otra vez Silvio. A Fernando lo habían venido a buscar. Magali vio al hijo sentarse al timón. El carro partió en busca del aeropuerto.
Y mientras avanzaba por Rancho Boyeros quizás un manojo de añoranzas cubriera la mente del joven: las “trifulcas” con Martha y Lourdes, sus hermanas, por su empecinamiento en ver la pelota por la televisión. Atrás dejaba sus años de becado en el Pre; en cierta oportunidad quiso darle la sorpresa a la mamá al regresar esta del trabajo: la lavadora fue un amasijo de sábanas blancas, uniformes y de la ropa de ir al campo. En silencio, ella puso el grito en el cielo.
“Mi hijo no es un ser de otro mundo”. Magali Llort Ruiz evoca, habla de las memorias cotidianas, invisibles (al decir de Silvio) de Fernando González, uno de los Cinco antiterroristas presos en Estados Unidos y en su caso en la penitenciaría de Terre Haute, Indiana. A una década de su encarcelamiento, las remembranzas dominan el diálogo.
¿Qué más extraña usted de él en casa?
Él es una persona muy cariñosa; llegaba y siempre me cogía por la espalda, me pasaba la mano por la cabeza. Ese sentido de comprensión hacia uno por las presiones del trabajo, de la casa, uno lo extraña. Es una gente muy crítica, observadora; si yo, por ejemplo, tenía una responsabilidad en los CDR y él entendía que me había excedido en la reunión, después me decía: “Oye, debías haberlo hecho así”.
¿Cuándo le dio el primer gran dolor de cabeza?
No te pudiera decir que me diera dolores de cabeza porque siempre fue muy responsable, a pesar de gustarle mucho salir. En vacaciones, él y otros muchachos cogían una tienda de campaña y un tren y se iban para Matanzas. Su madurez me daba mucha más seguridad. Algo que sí me aterraba era cuando se iba para la playa. Me cogían las cinco, las seis de la tarde mirando para la esquina para ver si regresaba. Los sofocones más grandes eran esos.
¿Aquellos primeros amores se los confesaba?
Sí, como no; él me hacía cómplice de todo eso. Yo contemporizaba con aquello, siempre con el deseo de aconsejarlo. En realidad, sabía quién era la noviecita; hoy tenía una y dentro de un mes otra. Eran las cosas propias de la edad.
Entre 1987 y 1989 cumplió misión en Angola. En su posición de madre, ¿cómo recibió la noticia de que debía partir?
Él había terminado su carrera en el Instituto Superior de Relaciones Internacionales. Me sentí muy preocupada, pero pensé que era su decisión y no traté de coartarla. Además, no era el único cubano que estaba allí. Sufrí mucho esa etapa, honestamente te lo digo.
Pasado un tiempo de su regreso de Angola empezó a viajar, lo cual encontré muy lógico. Fernando se había graduado con Diploma de Oro. Empezaba la idea de hacer negocios con firmas extranjeras. A partir de ahí salió de Cuba.
Fernando tuvo entre otras misiones las de vigilar y conocer los movimientos del terrorista Orlando Bosch, quien confesó a un diario español: “Todo lo habría hecho igual. O el doble. El doble de lo que hice”.
Me da una terrible soberbia saber que el Gobierno de EE. UU. es capaz de seguir amamantando tanto a Bosch como a Posada Carriles, no sólo por el hecho de pensar que mi hijo y sus otros cuatro compañeros estén presos y esos terroristas se encuentren en la calle, sino también por las familias que hay en este país, en Chile y en Argentina, por ejemplo, que han perdido familiares por causa de actos terroristas planificados y ejecutados por gente como Bosch y Posada.
¿Cuán complejo resulta para usted llevar la vida pública que le impone la condición actual de su hijo?
Una está sometida a un nivel de actividad tremendo, a un nivel de estrés terrible. Cada vez que hay algún encuentro una vuelve a hurgar en lo que tanto duele. Con los años no pasa el dolor. Ya no son 20 años de edad… Esto lleva un precio en dolor, en sacrificio. Dejamos de ser uno para convertirnos en un apoyo para el mundo entero en esa lucha contra el terrorismo.
A veces estoy haciendo los mandados normales de cualquier gente de este país y cada dos minutos me va parando una gente para preguntarme, para animarme, y eso tiene un costo en tiempo porque dentro de poco quizás tenga una actividad, y tienes que dedicarle tiempo a esa persona que tan amablemente te lo ha dedicado a ti, a tu hijo. En ocasiones, también, se me ha acercado un niño y me ha dicho: “¿Usted no es la mamá de los Cinco?”; eso es muy gratificante.
¿Y aquellas primeras entrevistas de prensa?
Fueron muy difíciles; no es lo mismo hablar en un grupo que para una entrevista, porque no sabes hasta dónde llegará el periodista, ¿cómo me puedan interpretar? Al inicio fueron muchas las dadas a periodistas de otros países, sobre todo, americanos. Sin embargo, después que hacía ese esfuerzo emocional por lograr que llegara el mensaje, esa misma persona me decía: “Voy a hacer todo lo posible para que me la publiquen, pero usted sabe cómo es esto”, y eso resulta decepcionante, ¿no?
Con anterioridad ustedes podían ir acompañados a las cárceles por funcionarios de la Oficina de Intereses de Cuba en Washington.
Las restricciones han ido en escalada. Los Cinco tenían derecho a visitas consulares: una vez al mes iba alguien de nuestra Oficina de Intereses. Luego fueron trimestrales. A su vez, cuando viajábamos teníamos la posibilidad de que esos compañeros nos acompañaran. Esa escalada ha tenido varias etapas y ya no les dan el permiso para que salgan del radio de movimiento autorizado. Sencillamente, permanecemos solos allí a nuestro libre albedrío o sujetos a que alguna persona solidaria nos conduzca o si no, cogemos un taxi para ir a las prisiones que están distantes de las ciudades.
Todo ello implica riesgos.
Por supuesto. En uno de esos viajes a la prisión de Oxford me estaba quedando en un motelito situado en una zona de vaquerías, lo único que había eran rastras con vacas. Me llamaron un taxi a un pueblo cercano para ir a la cárcel. Fui y un señor fue a recogerme después de las tres de la tarde, cuando terminó la visita. El motelito estaba a 15 minutos de la prisión y, más o menos, yo me conocía los caminos porque esas carreteras tienen letras. Cuando vi que el chofer cogió por una que no era, se me ocurrió decirle: este no es el camino por el que siempre paso, y me respondió: “Usted no tiene que decirme por dónde tengo que manejar. Llevo manejando 39 años en Estados Unidos”. En resumidas cuentas, por mi insistencia, a los 40 minutos cogió el camino correcto. Fue difícil verme en un país que no es el mío, con una persona extraña dándome vueltas sin saber por dónde me iba a meter ni por dónde iba a salir, en medio de aquellos bosques nevados.
Después que se cierra esa última puerta detrás de usted, ¿qué se lleva de la cárcel?
Lo mejor y lo único que me puedo llevar es el abrazo rápido de mi hijo, que es el único abrazo que puedo tener. Es terrible pensar que no sepa cuándo lo voy a volver a ver. No es fácil.
Tanto Fernando como René tienen más cerca su liberación por las condenas recibidas. ¿Cómo ha soñado el regreso?
A veces lo he pensado, pero abandono la idea para no soñar y me pregunto qué falta por hacer para que pueda ser realidad. Estamos luchando contra un gigante de siete cabezas y eso nunca lo podemos perder de vista.
(Publicado en Escambray, 13 de septiembre de 2008)