Y me tengo que pasar la vida negando las leyendas que me pintan como si no fuera un hombre de esta tierra. Porque no hay nada más bonito que la verdad, y porque cuando hay alguien que te pone más de lo que has hecho, siempre existe otro que quiere negarte lo que nadie te puede quitar. No hace mucho se me acercó un campesino y me dijo: “Venga acá, Mayaguara, ¿es cierto que una vez, usted solo paró un tren?” Me quedé mirando y le dije: “¿Quién te ha metido eso en la cabeza, hombre?” y me dice: “Bueno, a mí me lo dijeron”. Le respondí que fueron unos compañeros míos los que pararon un tren y lo quemaron, pero yo no estaba ahí.
Lo que sucede es que yo tenía una experiencia guerrillera muy grande, adquirida en la lucha contra la tiranía de Batista, y mis conocimientos como hijo de campesino que soy, que había recorrido las montañas del Escambray toda mi vida trabajando con ganado y recogiendo café, y conocía todo esto como la palma de mis manos. Y cuando vino la lucha contra los bandidos contrarrevolucionarios fui ganando esa experiencia para cogerlos de que tanto se ha hablado y que fue el resultado de los combates que tuve con ellos, de perseguirlos por esas lomas noche y día, rompiéndome la vida.
Una experiencia de tantos años, no es fácil que uno la pueda explicar con palabras porque hay algo, como un instinto o como una corazonada que uno va desarrollando y que después no sabría explicar cuando te indica si debes hacer algo o no. Hay que cosas que sí. Voy a poner un ejemplo. De montaña a montaña hay un callejón. En tiempo de seco los bandidos pasaban, y el último que lo hacía era el jefe. Cogía un ramajo de un árbol o una penca de guano, y según avanzaba la gente, él iba detrás barriendo las huellas. Entonces, cuando venía una tropa de milicianos por allí, nadie se daba cuenta. Pero el caballo sí lo sabía, porque cada vez que me hacían esa mala jugada, siempre los descubría. A mí no se me podía hacer eso.
Tampoco se me podía pasar una soga. Ellos traían sogas para amarrar las reses de noche, porque mataban muchas vacas, y qué hacían, enterraban el cuero y los huesos, pero eso tampoco se me podía hacer a mí, porque encontré muchos entierros de eso y por ahí les seguía el rastro. Pues bien, ellos cogían una soga y la iban arrastrando y el que venía detrás, pensaba que era un animal que se había soltado. Y a veces hasta le amarraban un mazo de hierba en la punta a la soga para confundir más. Pero no se puede bailar en casa del trompo. Cómo esos comemierdas me van a pasar esa a mí, un guerrillero viejo que había inventado todas esas maldades antes que ellos.
Otra cosa, cagaban y enterraban la porquería. Un individuo que no tuviera experiencia en eso, le pasaba por arriba y no la veía. En otras partes, pasaban un río y lo hacían de espaldas, entonces venía un combatiente que no tenía chispa y se volvía loco y caminaba kilómetros al revés del rastro. En otros lugares, donde había montes intrincados y no se encontraban casas de campesinos, ellos hacían unas marquitas en los palos que le servían de señal. Y eso se lo fui enseñando a los hombres de mi Compañía especial: “Muchachos, cada vez que ustedes vean esto, bala en el directo, que estamos arriba del enemigo, no caigan nunca en una encerrona”.
Treparse arriba de un palo que tuviera bejucos y mucho curujey y esconderse allí cuando pasaba un peine. Meterse en un río debajo del lino con la nariz afuera. Esconderse en una cuevita. Nada de eso se me podía hacer a mí. A veces se daba el caso que nosotros íbamos a una captura, pero cuando tirábamos el cerco, esa banda no se podía coger ¿Por qué?, porque a altas horas de la noche sentías a un campesino que gritaba: “Top, top, top…” llamando a un perro. Pero yo enseguida decía: “Escuchen, muchachos, les estan avisando a los bandidos”. Otros llamaban puercos o voceaban vacas a altas horas de la noche. A veces por el día en una casa donde colaboraban con los alzados, decían: “Piíto, piíto, piíto…” para llamar a las gallinas cuando veían a los milicianos cerca y eso también era para avisarle a los bandidos que andaban por allí. Porque cualquier voz de esas camina kilómetros por entre las montañas. Es que las voces en las montañas tienen un eco muy largo.
Otras veces nos encontrábamos acampados en un lugar cualquiera y los bandidos mandaban a un campesino haciéndose el berraco y era para ver cuántos combatientes había, quién era el jefe y por ahí…, pero como en los primeros meses nosotros no teníamos a Seguridad del Estado, aquello era jaquimón quita’o. Tú cogías un prisionero, que sabías que era un colaborador de bandido y lo apretabas un poco. Una vez agarré a uno de esos, sinvergüenza hasta más no poder, que siempre andaba detrás de nosotros para ver qué hacíamos y después salía corriendo para donde estaban los alzados y avisarle. Y un día le dije: “Te vas a cagar en tu madre, cabrón”. Preparé un pelotón como si lo fuera a fusilar. Di las órdenes: “Preparen. Apunten. Fuego”. Los compañeros tiraron una descarga al aire y el tipo se cayó al suelo, cagado: “No, por su madre, no me maten”. Y tuve que aguantarlo para que no siguiera hablando, porque hablaba más de la cuenta.
Debido a eso se capturaron muchos bandidos. Eran cosas que uno tenía que hacer porque las circunstancias te obligaban. Me acuerdo que un día que agarré a un colaborador y así, de entrada, el tipo se me puso pesado y se me encaró: “Yo no sé ni cojone de los alzados –me dijo- Ustedes lo que vienen es a estarlo jodiendo a uno aquí”. Pero yo sabía bien que él era colaborador y verlo con aquellas mentiras me dio la señal de quién era aquel tipo. Y le dije: “Ah, sí, te cojo con un cubo de comida, estamos en un tiempo que no estamos en recogida de café y lo que hay aquí es una seca muy grande, ¿y ese cubo con yuca y frijoles blancos para quién era?”. Dice: “Para los trabajadores”. Y dígole: “Los trabajadores ya terminaron la cosecha y se fueron”. Y díceme: “Me tienen más jodido”. Y dígole: “Ah, sí, a ti lo que hay esque arrancártela ahora mismo, tú veras”. Y yo mismo cogí la FAL, se la pegué en el tronco de la oreja y le hice BAM, y el tipo aquel, salió que jodía y no lo pudimos agarrar más, subió por una loma para arriba. Le metimos candela a aquella loma, porque era de día y había sol. Los muchachos míos querían pelarlo de verdad, pero yo hice aquello para meterle miedo nada más, y en definitiva lo dejamos ir. Le tiramos tres o cuatro tiros al aire y salió por aquella loma para arriba con la candela atrás cogiéndole el culo. Pues aquel gallo, no se por donde habrá salido, pero no viró más nunca al Escambray. Yo hice 20 operaciones por allí y le preguntaba a un gallego que se llamaba Zampayo: “Oye, y el isleño grande que tenían aquí, que era colaborador de bandidos, ¿qué se hizo?”. Y me decía: “Desde el día que le tiraron el tiro, no ha vuelto más”.
Y eso lo hacíamos nosotros al principio en el Escambray, cuando no teníamos a la Seguridad. Todo eso se hacía, pero nunca fue con la intención de matar de verdad y nunca se mató a nadie, ni se le hizo daño físico. Siempre que se usó ese método era porque se tenía la certeza de que el tipo era colaborador, en otros casos no se hacía.
Había veces que yo, para ir enseñando a los milicianos a trabajar, les hablaba: “Muchachos, ¿cómo ustedes ven la cosa?” Y ellos me decían: “Caballo, la verdad que por aquí no ha pasado ningún alzado”. Y yo le respondía: “Pues miren, tengan cuidado porque vamos sobre un rastro y en cualquier momento nos encontramos con ellos”. Entonces se miraban y decían “Caballeros, los huele, porque esto es piedra pelada nada más”. Y yo les decía: “Miren”. Cogía un bejuco, hay dos clases de bejuco, uno que le dicen bejuco parra y el otro que se llama bejucubí, que sale mucho sobre las piedras y cuando les pasaba 10 ó 12 hombres por arriba, los dejaban peladitos, pero las cáscara no se les caía enseguida. Como yo sabía eso, como tenía esa experiencia, donde veía los bejucos aplastados, llegaba y los cogía, y les decía a los muchachos: “Ustedes verán ahora”. Halaba uno de los bejucos, la cáscara salía completa y el bejuco se quedaba pelado. Decía: “No van ni a tantos metros de aquí”. Julián Morejón, Güititío, Pedro Pérez, todos aquellos jefes de pelotones se hicieron artistas en eso, porque los fui enseñando. Llegó un momento en que le decía a Güititío: “Güiti, ¿qué tú crees?”. Y él me decía: “Jefe, esto es así…”. Y lo mismo Julián que cualquiera de esos muchachos. Y yo tenía confianza en ellos. Y, sin embargo, venían otros batallones, y les pasaban por encima al rastro y no lo veían. Luego la gente hablaba: “Los huele, los huele. Ese hombre tiene algo arriba”. Y nada de eso, no tenía nada más que mi experiencia y mi valentía.
Otra de mis maldades por la que cogí tantos bandidos en el Escambray, que fueron muchos, fue cuando hice mi Compañía Especial, yo mismo seleccioné a cada combatiente y en ella había hombres de todo el Escambray. Si me decían de Dos Arroyos, yo tenía un hombre de allí. Si me decían de Vega de Palma, yo tenía uno de Vega de Palma. Si me decían del Aguacate, del Naranjito, de donde quiera, yo tenía un combatiente de ese lugar, práctico en la zona. Aparte de que en todos los lugares del Escambray había campesinos que me informaban y me ayudaban a encontrar a los alzados. Y de todas esas cosas es de donde sale esa bulla de que el caballo olía a los alzados, que los olía a 5 kilómetros con el oído pegado en la tierra y que estaba untado.
Otra cosa, yo siempre peleaba de pie, y nunca recibí una herida. Por eso decían que tenía brujería. Pero no tenía nada más que quijada y cojones, como dice el dicho, y una experiencia muy grande, y que me valía de mis hombres. Tenía fe y confianza en ellos, nunca creí que yo solo podía coger a los alzados.
Volviendo al tema. Los bandidos se tiraban por un río donde tierra colorada, pasaban por otro lugar lejos de allí, donde el terreno era negro y al tropezar con las piedras o al pasar por arriba de ellas, se caían pedacitos de tierra colorada. Y cuando yo veía aquello, me daba una cosita por dentro y me decía: ¡Avemaría, carajo, los llevo bien cogidos!”. Preguntaba:
“Muchachos, ¿cómo está la cosa, qué ven?”. Y me decían: “Caballo, ni pío”. Y yo decía: “Pues, coño, bala en directo que estamos casi arriba de la gente”. Entonces les explicaba: “Paren un momento ahí, aprendan a trabajar, cabrones. Ustedes no ven en esas piedras los pedazos de tierra colorada”. Y decía Julián Morejón, con una vocecita que tiene: “Verdad, Caballo, carajo”. Y yo les decía: “Aprendan a trabajar. A que los cogemos ahorita en tal lugar”. Y aquello era un palo. Al poquito rato, el tiroteo y la cagazón. Entonces, las otras tropas decían: “Oye, se fajó el Caballo en tal lugar”. Aquello era un fenómeno. Y en todos los batallones, los combatientes decían: “Coño, cómo yo podría caer en la tropa de ese hombre”. Y eso lo sé por Lorencito, mi amigo querido y uno de mis jefes de compañía más bravo. El me cuenta que cuando aquello, dondequiera que la gente mía llegaba, los otros milicianos le decían: “Chico, enséñame a ese hombre, que quiero verlo. Ese es el que coge a los alzados, nosotros somos mierda aquí, no agarramos a nadie nunca.”
Otra buena que yo utilizaba, que me dio un resultado enorme en varias ocasiones, era la de engañar a los bandidos. Por ejemplo, cuando caí en una emboscada en Jabira, que me arrancaron la gorra de la cabeza con dos tiros en la visera, que la usaba levantada, me tiraron ráfagas con todos los calibres, dentro de unas cuevas negras que había, y las ráfagas que me dispararon a mí, le arrancaron un ojo y una oreja a un compañero que iba conmigo, que aquello partía el alma. Entonces yo, de pie, dije: “Cuero, cojones”, que era la frase que siempre decía en el combate. “Capitán Israel Pardo coge por tal lado. Manuel, Tabito”. Y empecé a decir nombres de gente que los alzados sabían de verdad que eran jefes que estaban operando. Pues los alzados se cagaron todos, dejaron las armas abandonadas, el campamento y todo. Y lo que traía conmigo eran 13 hombres. Y esa táctica de nombrar a gente que no estaba conmigo, la utilicé una vez con Osvaldo Ramírez y me dio muy buen resultado.
Como decía, yo siempre peleaba parado, porque ese fue un prestigio que me fui ganando debido a una característica que tenía, y después me parecía que era un bochorno tirarme en el suelo, que eso no era de un hombre valiente como yo.
Decía: “Si me matan, que me maten, pero siempre tengo que pelear parado”.
Y ya eso se hizo fama. Y la verdad es que no me mataron porque soy el hombre de más suerte que ha dado Cuba, con tantas balas que me pasaron por el lado y que ninguna me haya tocado siquiera. También, siempre que chocaba con el enemigo, pensaba que el perdedor iba a ser él y que el triunfador sería yo. Nunca en la vida pensé que me iban a matar. Allí hubo gente que fue al combate por primera vez y lo mataron. Y yo conozco a compañeros que dijeron: “Tengo el presentimiento de que me van a herir hoy”. Y los hirieron. Eso lo viví yo, pero mi presentimiento era que el alzado que se enredara conmigo no podía escapar. Y eso parece que los impresionaba. El enemigo decía: “El Caballo pelea parado y pobre del que le tire. Ese hombre donde pone el ojo, pone la bala”. Porque esa era otras de las mías, al que yo le tirara, me lo llevaba en la golilla con el rompetronco, como ellos le decían al FAL.
Por eso y no por otras cosas, quien me quita a mí el número en capturas de bandidos en el Escambray, y quien me quita en Cuba el número uno en eliminarles enemigos a la Revolución.
¿Quién me lo quita?
Y no es que yo sea más valiente que nadie. Soy un hombre valiente, eso es cierto, pero también, me tocó estar en un lugar donde se me dio esa oportunidad. Y porque yo tengo una fuerza moral muy grande, que se me había formado desde antes de la Revolución con todas las cosas que tuve que vivir aquí y después en la Limpia, con todos los asesinatos y atropellos que cometieron los contrarrevolucionarios.
Por eso, cada vez que me enredaba en combate con ellos, le decía a mi tropa: “Muchachos, no dejen ni las raíces de los criminales estos”. Pero también, porque cada vez que decía esto, ya tenía uno de aquellos muchachitos míos agonizando o muerto. Y cuando nosotros tirábamos cuatro relinchos en las lomas esas, la gente comentaba: “Por ahí va la gente del caballo”. Je, je. Y eso era cagarse.
(…)
Todo eso tuvo que hacerlo el Caballo de Mayaguara, porque eran tiempos muy difíciles aquellos y la lucha era a muerte. Nosotros luchábamos contra salvajes, porque aquellos no eran hombres. Allí no había el más mínimo sentimiento humano. Que nadie sabe lo que hubiera pasado en este país si ellos hubieran logrado un triunfo, aunque fuera por poco tiempo. No me imagino cuántos cubanos hubieran muerto en sus manos. Eso deberían saberlo los muchachos nuevos y los que vengan después que quieran saber lo que pasó en el Escambray.
Tomado del libro: «El Caballo de Mayaguara» de Osvaldo Navarro