El hallazgo fortuito de restos humanos en Topes de Collantes puso fin a una historia que había permanecido inconclusa durante más de 40 años: el asesinato del miliciano Ernesto Guerra Nieblas
Andrés Martínez no sabía a ciencia cierta desde qué lugar del monte provenían los ladridos. Estaba seguro de que el perro se había atorado en algún pozo ciego, “porque si no ya estuviera de vuelta, ese es un animal de ley”, le recordó a su hijo, más para consolarse a sí mismo que para convencer al muchacho de que debían continuar buscando.
Y de no ser por la resolución de guajiro terco con que se adentró por aquellos recovecos, el perro habría permanecido atascado en una gruta que ninguno de los dos conocía aunque alardeaban de montear con los ojos cerrados todos los rincones de Boca de Carreras, un paraje casi olvidado del Escambray.
En el desespero por salvar al animal, no prestaron demasiada atención a las piedras dispuestas ordenadamente que casi sellaban la entrada del agujero de 3 metros de profundidad, ni a los indicios que encontraron cuando siguieron cavando: “Esas son visiones de la naturaleza”, sentenció Andrés.
Sin embargo, un golpe de frío les caminó por el espinazo: entre las hojas secas del fondo de la cueva alcanzaron a ver jirones de tela, medias, botones y fragmentos de huesos que, según sospecharon entonces y confirmaron luego, eran humanos.
“Es el hombre que mataron en el 61 —advirtió la mujer de Andrés Martínez cuando padre e hijo contaron el hallazgo en su casa de Vega Grande, con el perro salvado en un brazo y el corazón en la boca—. Hay que avisarle a los familiares, que andan como locos buscándolo de toda la vida”.
En Trinidad, Braulio Guerra Nieblas ya había perdido las esperanzas de localizar el cadáver de su hermano Ernesto, asesinado por la banda de Blas Tardío y oculto en un sitio tan impreciso de la serranía que ni siquiera los que presenciaron el hecho lograron ubicarlo después.
Por eso cuando le anunciaron el descubrimiento, en medio de un desfile por el Primero de Mayo, sólo atinó a reunir lo imprescindible, emprender nuevamente la subida y rogar por que fuera cierto.
EN TIEMPOS DEL BANDIDISMO
—Estamos buscando a Tito, le dijeron al suegro de Ernesto Guerra los milicianos que llegaron a la finca de Arroyo Grande en la tarde del 8 de agosto de 1961.
—Por aquí no hay nadie con ese apodo. Tico sí, es mi yerno, pero está con un pie malo, respondió el campesino, y les indicó el trillo hasta la casa para que resolvieran con él, que era práctico de las Milicias, cómo llegar al mirador de Topes de Collantes.
Con tal excusa venían y con ella le interrumpieron a Ernesto el ritual de darle la comida al más pequeño de sus hijos. Hasta ese momento, jamás se había negado a indicar los atajos de las lomas donde nació junto a cuatro hermanos, y a las que había regresado con su esposa, incluso después de que la familia se asentara definitivamente en el llano.
Sin embargo, con el pie derecho enfermo y enfundado en un zapato inútil para el laboreo, podía ser de muy poca ayuda. Trató de explicarles, pero los milicianos parecían no entender. Sólo cuando comenzaron a ponerse autoritarios, a exigirle que los acompañara de todas formas, el joven de 25 años intuyó lo que realmente pasaba.
A empellones lo sacaron de la casa. “Te llevamos preso para la Policía de Topes”, habían dicho; pero Ernesto estaba seguro de que no iba a volver, de que se la arrancarían sin piedad en el primer matorral y, peor aún, de que nunca más vería a Gladys Eguiguren, la mujer que le había dado dos hijos y cuyas súplicas se fueron apagando mientras se cerraba la noche sobre Arroyo Grande: “No vayas, Tico, por Dios, ¿no estás viendo que son bandidos?”.
Luego, y durante casi medio siglo, el monte se tragó todas las respuestas.
“Lo mataron porque no quiso cooperar con los alzados”, asegura Braulio Guerra. Durante largas jornadas de interrogatorios y reconstrucción de los hechos, tiempo después del asesinato, los miembros de la banda confesaron el crimen, cuyo único propósito fue quitárselo de en medio por estar involucrado en la confiscación de bienes.
“Se ensañaron dándole golpes —describe Braulio— y lo guindaron porque se dieron cuenta de que los podía perjudicar. Pero como Tico era tan querido en la zona, tuvieron que esconderlo bien para que los demás guajiros no se enteraran”.
Boca abajo lo empujaron al interior de la caverna; sobre la espalda le tiraron los zapatos, que había perdido mientras los hombres de Tardío halaban la soga; y sellaron la abertura piedra a piedra, en un ejercicio de enmascaramiento lapidario que le negó a Celia Nieblas un sitio donde venerar los restos de su hijo.
“La vieja nunca se sobrepuso —añade—. Tratamos de recuperar el cuerpo antes de decirle que lo habían matado, pero se murió a los 94 años sin que pudiéramos darle esa conformidad”.
De modo que cuando vio los primeros tejidos, pedazos de calzado de distintos modelos, botones, huesos, dientes…, Braulio supo que había concluido la zozobra. Con los dedos en cruz esperó, entonces, a que los especialistas le confirmaran la ilusión que ya le crecía por dentro, inexorable, desde que Andrés Martínez le dijo mirándole a los ojos: “Creo que ahora sí encontramos a tu hermano”.
LAS PESQUISAS
Alejandro Romero Emperador, delegado de la Fundación Antonio Núñez Jiménez de la Naturaleza y el Hombre en Sancti Spíritus, todavía recuerda la llovizna pertinaz que cayó sobre Topes de Collantes en la tarde del 28 de febrero de 2008.
“Estuvimos recogiendo las muestras desde el mediodía hasta bien entrada la noche y como la gruta estaba en una pendiente escarpada, se nos dificultó mucho el trabajo”, declara Romero Emperador, quien dirigió el equipo de espeleólogos y peritos criminalistas que decantó la evidencia a 614 metros sobre el nivel del mar.
En bolsas, las pruebas bajaron del Escambray hacia los laboratorios de la provincia. Sin embargo, los fragmentos de hueso debieron viajar hasta la oficina del Doctor Ercilio Vento Canosa, presidente de la Sociedad Espeleológica de Cuba y creador del método de antropología microscópica para la identificación a partir de escasa materia ósea.
“Este ha sido uno de los casos más complejos de mi carrera”, comenta el también especialista en Segundo Grado en Medicina Legal e Historiador de la Ciudad de Matanzas, con sobrada experiencia en las lides forenses.
“El primer paso fue definir si las muestras eran cronológicamente compatibles con la fecha de muerte, lo más difícil de probar. La data calculada fue de entre 40 y 50 años atrás, por lo que coincide con el período.
“En segundo lugar, debía identificar el sexo, que resultó ser masculino; luego, la raza. Para ello empleé la técnica de la fluorescencia ultravioleta, que de tanto aplicarla casi me cuesta la visión de un ojo. El resultado fue alentador: el individuo era predominantemente europoide.
“Quedaba por conocer la edad que tenía el hombre al morir. Esta prueba arrojó el resultado más categórico, porque el margen de error es muy estrecho. El valor intermedio determinado fue de 24.68 años, lo que también corrobora la declaración de la familia”, explica el doctor Vento Canosa.
¿Puede afirmarse, sin lugar a dudas, que los restos pertenecían a Ernesto Guerra Nieblas?, inquiere este semanario.
“Tenemos elementos suficientes para confirmar la identidad, aunque no se hizo la prueba del ADN, extremadamente depurada y cara. Trabajamos por rasgos de coincidencia: si el sujeto estaba enterrado en el lugar aproximado donde se suponía; si murió en un lapso que se ajustaba a la cronología; si concordaban el sexo, la edad y la raza, habría que valorar qué aspectos, que no fueran subjetivos, se oponían al hecho. En mi opinión como especialista, puedo aseverar que se trata, razonablemente, de Ernesto Guerra”, concluye.
Tal criterio científico valida la apreciación del Doctor en Ciencias Pedro Etcheverry Vázquez, subdirector del Centro de Investigaciones Históricas de la Seguridad del Estado, quien asegura a Escambray: “Desde que nos informaron que habían aparecido restos humanos en ese lugar, por los reportes que manejamos del caso, tuve la certeza de que era él”.
EPÍLOGO DE CONSUELO
Acomodado en un sillón de su casa, Braulio Guerra Nieblas por fin suspira aliviado. “Fueron muchos años —dice— buscando en las lomas. Mil veces fuimos por los alrededores de esa cueva, pero nunca registramos precisamente allí. Y pensar que todo este tiempo estuvo tan cerca…”.
Casi medio siglo después de que los hombres de Blas Tardío lo sacaran de su finca en Arroyo Grande, Ernesto fue enterrado con honores en el panteón de los combatientes de Trinidad, para consuelo de una familia que ya había esperado demasiado y que desde entonces contempla, con la agonía aún en el recuerdo, las cumbres silenciosas de Topes de Collantes.