Anécdotas de Manuel Echevarría Gómez sobre su participación, con apenas 15 años, como alfabetizador en un intrincado campamento de montaña para la formación de maestros primarios en la zona de San Lorenzo, Sierra Maestra.
Por Manuel Echevarría Gómez
El tiempo, que todo lo puede, no me deja recordar nombres; medio siglo es suficiente cuando no es posible encontrar en los vericuetos de la memoria aquellos días al parecer iguales, pero llenos de experiencias desconocidas entre un millón de iletrados y miles de jóvenes, apenas niños, que asumieron el compromiso de convertir a Cuba en territorio libre de analfabetismo y lo lograron en diciembre de 1961.
Yo crecí con el orgullo de haber estado entre ellos con apenas 15 años; me preparaba entonces para ingresar en la Escuela Normal de Maestros de Santa Clara, pero los planes de estudio cambiaron, y de la noche a la mañana me hallaba dándole curso a mi vocación en un intrincado campamento de montaña para la formación de maestros primarios en la zona de San Lorenzo, Sierra Maestra. Allí comenzó mi historia como alfabetizador.
Organizados en pequeños grupos acudíamos a los asentamientos más cercanos, y también a los más distantes, con el orgullo de poder enseñar, luego de recibir enseñanzas; estudiábamos en la mañana en aquella escuela de nuevo tipo y por las tardes, con la fresca, salíamos a alfabetizar.
La gente de San Lorenzo nos recibió con increíbles muestras de cariño. Mi primera experiencia fue con un boniato asado entre brasas, que todos degustaban sin reparar en lo caliente, mientras yo soplaba y soplaba pasándolo de una mano a la otra con la chanza de los guajiritos sacándome los colores, y el apremio de los mayores al considerarme un boquifrío. La cosa se ponía fea porque ya sabía que no podía rechazar aquella atención bajo ningún pretexto, so pena de que lo consideraran un desaire de niño bitongo.
Tal era la desazón, que dejé caer el tubérculo al piso de tierra y nadie se inmutó; a no ser aquellos vejiguitos burlones que disfrutaban a sus anchas con mis aprietos y lo pusieron de nuevo en mis manos, limpiándole como pudieron la tierra; después supe que aquellos boniatos era lo único que tenía la familia para atajar el hambre del día y mi conciencia quedó tranquila porque atropelladamente lo tragué sin reparos.
Para mi beneplácito me tocó alfabetizar a un miembro del Ejército Rebelde y su madre, y era tal su interés por el aprendizaje que en menos de lo estipulado ya leían periódicos viejos y eran capaces de escribir sus nombres y párrafos enteros, donde nunca faltaba la palabra Revolución, siempre escrita con mayúscula.
Pero mi experiencia más desconcertante sobrevino a varios kilómetros de San Lorenzo, en una comunidad perdida entre trillos polvorientos y marabuzales, a donde acudíamos a la caída de cada tarde y nos repartíamos en el caserío. Esta vez me tocó en “suerte” una pareja de guajiros muy jóvenes, víctimas de la pobreza que el naciente proceso no había podido paliar por aquellos parajes donde el diablo dio las tres voces.
Nunca había conocido a personas tan introvertidas y de tan pocas luces; jamás habían visto un libro, ni una publicación periódica y a ojos vista, el bochorno que les causaba su ignorancia se revertía en un obstáculo que pude ir venciendo con paciencia y consternación. Para que ella, apenas una adolescente con signos de vejez prematura, pudiera escribir las primeras lecciones de la cartilla bajo la luz mortecina de un candil, me ofrecí a sostenerle una niña recién nacida, que amamantaba cada vez que rompía a lloriquear, para que el esposo pudiera también hacer lo suyo. Un buen día me enteré que la lactancia se había interrumpido por desnutrición de la madre; me escapé del campamento en la mañana con un litro de leche bajo el brazo, que ella recibió con cierta reticencia.
Esa misma tarde a mitad de camino, el grupo que regresaba del caserío y se daba cruce con nosotros me puso al corriente de algo muy grave que podía suceder. Mi alumno me esperaba con un machete en la mano para cortarme la cabeza porque yo estaba pretendiendo a su mujer. Aquel gesto de desagradecimiento me desarmó y quise enfrentarlo para escuchar sus razones, pero mis compañeros, que ya lo habían intentado, esgrimieron un argumento contundente: ¡Ese guajiro no entiende! Demás está escribir que no regresé después de aquella lección de ética campesina, por ello es que hoy estoy haciendo el cuento.
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