En cartelera del cine Conrado Benítez, de la villa del Yayabo, desde el pasado 19 de enero, Vinci concluye su proyección en predios espirituanos este fin de semana con poco más de 200 espectadores.
Debo reconocer que esperaba otro argumento de Vinci, el mediometraje de una hora donde Eduardo del Llano recrea a ese genio de la cultura italiana y universal, justo en la antesala de su madurez artística. Acerté en cuanto a la hondura filosófica -no podía aguardarse menos del guionista de Alicia en el pueblo de Maravillas-, pero, definitivamente, hubiese preferido otras lecturas al encierro físico y creativo que sufría el joven Leonardo.
El revuelo que causó la no inclusión del filme en competencia durante el pasado Festival del Nuevo Cine Latinoamericano hizo que algunos perspicaces levantaran el ceño y creyeran ver en Vinci una suerte de Nicanor renacentista.
Sin embargo, el personaje fetiche de Del Llano, el que protagonizara cortos underground y memorables como Brainstorm, Intermezzo y Monte Rouge, apenas tiene en común con el artista florentino en ciernes la inconformidad constante, la necesidad de convencer con el poder avasallador de la palabra.
La historia resulta hasta cierto punto simple: Leonardo da Vinci, acusado de sodomía en 1476, se ve forzado a compartir celda con dos criminales (un ladrón y un asesino), frente a los cuales no tiene más armas para defenderse que su propio talento.
La dicotomía vulgaridad-alta cultura, el contrapunto entre las más bajas pasiones humanas y la mediación salvadora del arte hilvanan una trama esencialmente dialógica en la que se constata el afán de didactismo de Eduardo del Llano, quien fungió como director y guionista; no obstante su probada pericia en el arte de sugerir, peca por exceso en algunos parlamentos aleccionadores.
Filmada en una sola locación, la economía de recursos roza con el minimalismo, pero basta para ilustrar los propósitos conceptuales del autor: el ambiente sórdido, los extremos de degradación física y moral a los que puede llevar la intolerancia.
Loas para la fotografía, a cargo de Raúl Pérez Ureta, y para la dirección de arte, de Carlos Urdanivia Hurtado, que consigue transfigurar una celda de San Carlos de La Cabaña en una mazmorra florentina del medioevo tardío y, por qué no, en una especie de alegoría a todos los encierros.
Encomiable desempeño actoral de Héctor Medina, joven promesa de la cinematografía cubana a quien -se nota- le encomendaron recalcar el amaneramiento de Leonardo. Así lo definió la dirección de actores, como también concibió la marcada gestualidad de ese histrión camaleónico que es Carlos Gonzalvo -aunque no puedo evitar recordarlo en otros de sus personajes- y la contención de Manuel Romero, mucho más exacto en la piel de un asesino común.
Punto y aparte para la música, uno de los mayores atractivos de la cinta, concebida por el compositor argentino Osvaldo Montes, y para los dibujos de Roberto Fabelo, 10 en total, que contribuyeron a complementar la visualidad de una historia de hondas reminiscencias plásticas.
Más que las peripecias carcelarias de Leonardo da Vinci, el mediometraje de Del Llano se erige en oda a la inspiración humana, a la utilidad de la belleza y el arte, en una metáfora de la libertad creativa del hombre.
No resulta para nada gratuito, entonces, que en las postrimerías del filme el centinela interpretado por Fernando Echeverría -magistral, como siempre- mande a borrar de las paredes el dibujo del ave solo para convertirlo en símbolo: “Lo más peligroso es el pájaro”, sentencia en tono de aforismo, como quien teme al poder subversivo de la imaginación.
Ya lo ha señalado la crítica: Vinci convence, pero -no logro disimularlo- tratándose de Eduardo del Llano, me ha dejado esperando más.
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