Fundador de varias agrupaciones, director de orquesta y maestro de generaciones de músicos, Roberto Jiménez Tormes cumplió 70 años sin abandonar la guitarra.
La acomoda entre sus brazos como a la primera novia; reclina el pecho sobre ella, que cimbra toda, que cede toda mientras los dedos le recorren cada espacio íntimo de su cuerpo, surtidor de arpegios. Siempre ocurre así desde hace más de 50 años, cuando Roberto Jiménez Tormes decidió quemar las naves por la guitarra.
Con la barba anunciándose, este hombre ahora la pone a reposar sobre sus piernas, en espera de las preguntas que ansían tocar las costas de su vida de intérprete, compositor, director de orquesta y maestro de varias generaciones de músicos espirituanos.
Pensando que su historia cabe en una hora, me advierte: “A las 10 llegan los muchachos para ensayar. Usted dirá”.
¿Cuándo escuchó un trío por primera vez como Dios manda?
En los años 50; un día fue a mi casa, en Pancho Jiménez, el trío Los Príncipes o mejor, Los Hermanos Morgado, así se llamaba en ese momento. Mi hermano cantaba con ellos; yo estaba todavía en pañales en la música. Sentado les escuché aquellos números de Los Panchos; imagínate, la impresión fue grandísima.
¿A cuánto ascienden sus deudas con sus maestros Rafael Rodríguez, uno de los grandes de la trova espirituana, y Armando (Toto) Zamora?
¡Ah! Nunca me cobraron ni un centavo. Con Rafael estuve poco tiempo; en realidad el maestro que más me marcó fue Toto, pero no eran clases con un horario determinado. A cada rato él iba por la casa y nos poníamos a tocar. Mi mamá siempre le preparaba batido, y cuando ella se demoraba un poco, se ponía a cantar: Tú me acostumbraste a los batiditos...
Usted no tuvo una voz tan privilegiada como la de su hermano Jorge (Tata).
Por eso tocaba la guitarra para acompañarlo; luego se sumó Armando. Eso fue antes de la Revolución. Empezamos en una emisora muy pequeña, Radio Tiempo, en los portales del Serafín Sánchez (antiguo cine). Comenzamos en el programa Tata Jiménez y sus guitarras, de media hora los domingos. Nos presentamos como Los Errantes; después le pusimos Los Chamacos.
Como muchos, ustedes intentaron conquistar La Habana. ¿Cómo fue el bautismo?
Fuimos a presentarnos en un programa de aficionados en Radio Progreso; pero no llegamos a hacerlo. El director de uno de televisión nos llevó al “Martí”, y ahí mismo nos pusimos de acuerdo con el director de ese teatro. Cuando le dijimos que el trío se llamaba Los Chamacos, se alarmó: “No, no, eso suena a película mexicana, con los sombrerotes tirando tiros”. Él mismo escogió el nombre de Los Villa, como éramos de la provincia de Las Villas. Ese día debíamos hacer dos números e interpretamos ocho.
¿Por qué la capital no los deslumbró y siempre retornaron?
Nunca nos gustó como lugar de residencia fija. Nos quedábamos en casa de una tía; allá estábamos dos, tres, cuatro meses. Nos presentábamos en la radio, la televisión, en el Casino Parisién, del Hotel Nacional; en el Capri, en el Habana Libre…
Por ese entonces Los Villa éramos uno de los tríos más jóvenes de Cuba; en 1968 nos evaluaron con la máxima calificación nada más y nada menos que Tony Taño y Armando Romeu. Con Los Villa estuve hasta 1998 y después como dos años con Los Príncipes.
¿Por qué le dio la espalda, luego, a Los Príncipes, referentes en la música por su singular suspenso en el fraseado?
No tuve ningún problema personal con ellos; son como mi familia. Quería hacer mi grupo, dirigirlo, montar las canciones que deseaba.
Usted fundó el trío D’Roberto, un cuarteto, un quinteto y la Orquesta de Cuerdas Espirituanas. ¿Ese itinerario puede interpretarse como la forma de encauzar sus inquietudes musicales o como una tabla de salvación para sus urgencias económicas?
Las dos razones. Algunos piensan que quise hacer mi agrupación con el ánimo de mandar yo. Los otros integrantes del quinteto también opinan; en la orquesta funciona igual.
¿Por qué nunca lo vemos, batuta en mano, frente a la orquesta?
El protocolo de que la orquesta sale primero, se sienta; luego entra el director, saluda… no me cuadra. Me gusta estar sentado requinto en mano, codo a codo, con los muchachos.
ENTRE MAESTROS
Llegados de todas partes de la ciudad, jóvenes, guitarras y requintos buscan acomodo mañanero en la sala de muebles de muchas sentadas, en la casa de Roberto. “Ahorita empezamos”, les aclara Roberto, y siento rondar los fantasmas de la premura; mas, nada de alarma: el maestro vuelve a pulsar las preguntas como en el primer acorde del diálogo.
Cuentan que el día de la evaluación profesional de la orquesta usted por poco cuelga los guantes. ¿Qué pasó realmente?
Yo pensaba que era una audición con la gente de aquí, en la Galería de Arte, hasta que de pronto veo entrar al maestro Jesús Ortega, grande, imponente. “Te vengo a hacer la audición”. Yo no quería tocar.
Literalmente, se acobardó.
Ciento por ciento. Me iba; pero los muchachos de la orquesta me decían: “¿Cómo que te vas a ir?”. Nos armamos para empezar; sin embargo, yo no daba la orden. Entonces Jesús me dijo: “Mira, Roberto, tranquilízate. Sé todo lo referente a ti”. Aquello me dio ánimo y comenzamos; en medio de la primera pieza oigo que él exclama: “¡Bravo!, ¡bravo!”. Escuchar eso del maestro Jesús Ortega no es una cosa fácil.
Cuando en el 2004, Efraín Amador, otro maestro de la guitarra, el tres y el laúd, se presentó en el Teatro Principal a la primera persona que le dedicó el concierto fue a usted. ¿Motivos?
Hace más 30 años, Efraín vino a Sancti Spíritus para ofrecer un concierto; pero las autoridades de Cultura no le prestaron la atención debida, no había local. Le dije: “No te preocupes, tú lo vas a dar”. Yo vivía en Pancho Jiménez; la casa era inmensa. “Vamos a hacerlo aquí”. “¡Tú estás loco!”, me respondió; pero empecé a avisarle a la gente. Mira, se reunieron más de 100 personas y dio un conciertazo; posteriormente dio otro más allí.
ACORDES DE CIERRE
Nacido en el invierno de 1942, Roberto Jiménez, quien ostenta, entre otros reconocimientos, la Orden por la Cultura Nacional y la distinción Majadahonda 1936, cuenta también con presentaciones en Canadá, México y Angola.
Considerado el padre de varios tríos espirituanos, confiesa que nunca ha podido componer canciones: “Respeto mucho a los compositores. En realidad, he compuesto tres pequeñas piezas instrumentales: Brisas de otoño, Para Isabel y Homenaje a los Panchos”.
¿Algún método específico para montar los números?
Al ensayo voy sin ninguna idea preconcebida; todo surge en el momento.
Las críticas le habrán llovido.
Sí, muchísimo.
¿Cuándo usted polemiza, discrepa?
Yo no discuto con nadie. Tú me dices: ¡qué lindo está el pulóver amarillo tuyo!, y es verde, y no te digo nada.
Pero eso es un defecto.
Sí, es posible.
¿Qué le incomoda?
Me molesta mucho la falta de profesionalidad; usted puede ser un músico virtuosísimo y no ser profesional. No puedo con el músico que llega fuera de horario.
En tiempos de bolsillos flacos, ¿por qué no cobra sus clases?
Sentí la obligación de ser maestro, quizás para pagar la muestra de amistad que me dio Toto; de él heredé lo de dar clases sin cobrarlas. Disfruto mucho la enseñanza.
¿Qué sería Roberto Jiménez sin la guitarra?
Mira, mira cuántas hay por ahí. Sin la guitarra yo sería un hombre por la mitad.
Roberto Jiménez: ejemplo de profesionalismo y dedicación a la música. Baluarte de la tendencia triera espirituana.
Un abrazo y mi eterna admiración.
Desde Guatemala tu hermano Villa.