Sin consenso ni declaración final, la cita de Cartagena de Indias resultó un ejercicio arduo y poco fructífero que encamina estos encuentros hacia su posible extinción.
La VI Cumbre de Las Américas, celebrada en la ciudad colombiana de Cartagena de Indias, concluyó sin consenso ni declaración final a pesar de los arduos preparativos desplegados por el país anfitrión y de la previa reunión de los cancilleres del continente.
A primera vista, lo ocurrido en esta cita continental ha sido como si dos gobiernos del área, los de Estados Unidos y Canadá, torpedearan el barco donde ellos mismos viajan junto a los demás “pasajeros” de la región, con la diferencia esencial de que los demás ya tienen un buque de repuesto: la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), mientras los saboteadores no cuentan con ninguno.
El motivo de la discordia giró en torno a dos temas básicos: el de la inclusión de Cuba en estos foros y el de la soberanía argentina sobre las islas del Atlántico Sur, en los cuales, aunque ciertos dignatarios, entre ellos el presidente colombiano Juan Manuel Santos
alegaron que no hubo consenso, sí se produjo, y de forma aplastante, porque de 35 estados (presentes o no en la cumbre), solo dos se pronunciaron en contra.
Cuando Washington y Otawa imponen su voluntad al 94.3 por ciento de las naciones del hemisferio en temas que constituyen hoy, más que simples temáticas políticas, vitales cuestiones de principio, se está en presencia de inequívocas premisas de desintegración, algo que fue augurado en Cartagena por el presidente Evo Morales, el canciller venezolano Nicolás Maduro e, incluso, por el propio Santos.
Tan duro se previó el vapuleo en la reunión de los jefes de Estado o gobierno, que yanquis y canadienses forzaron su realización a puertas cerradas para que no se evidenciara ante cámaras y micrófonos su total aislamiento y el aluvión de críticas que ambas delegaciones recibirían.
Obama, cabizbajo a veces, como distraído y distante otras, pudo experimentar por sí mismo en Cartagena de Indias los sinsabores de sus delegados ante la ONU cuando cada año a instancias de Cuba
se discute la resolución de turno exigiéndole a la superpotencia que ponga fin al injusto y criminal bloqueo. Sólo que aquí su vecino norteño, Canadá, ocupó el lugar de Israel.
A pesar de la prohibición expresa, alguien logró introducir un celular en el hemiciclo, y con ese pequeño artefacto grabó el discurso de Maduro y partes del pronunciado por el presidente uruguayo Mujica, que sirven como botón de muestra de los latigazos conceptuales que recibieron Obama y compañía en el plenario.
Por otra parte, si las Cumbres de las Américas no constituyen un encuentro más del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, ¿a qué viene eso del consenso, donde en minoría tan aplastante se puede vetar un asunto dado? ¿Por qué EE.UU. habla de democracia y se la exige a Cuba si ellos mismos no son democráticos ni lo acatan en este tipo de encuentro?
A este redactor le resultó curiosa la actitud del mandatario hondureño Porfirio Lobo asintiendo con la cabeza, mientras con palabras exquisitamente escogidas el anfitrión Santos censuraba la ausencia de Cuba de esa reunión y daba su apoyo a Buenos Aires en el tema de las Islas Malvinas. No es solo un cambio de siglo, diría el presidente ecuatoriano Rafael Correa, es un cambio de época.
Y, hablando de ausencias, en Cartagena no solo faltó Correa, sino que tampoco estuvieron el paraguayo Lugo, el venezolano Hugo Chávez, el nicaragüense Daniel Ortega y otros presidentes y jefes de gobierno miembros o no de la Alianza Bolivariana para los pueblos de Nuestra América (ALBA).
En unas declaraciones al diario bogotano El Tiempo, el boliviano Evo Morales reconoció que él fue el único de los máximos dirigentes de los países del ALBA que asistió a la Cumbre. Luego apostilló que esa sería la última si Washington insiste en mantener a Cuba fuera.
Verdaderamente, sí hubo coincidencia abrumadora en los aspectos citados, lo que puso en evidencia los intereses cada vez más dispares entre la América Nuestra, como la llamó José Martí, y la América sajona, egoísta y distante, con otro origen, otras alianzas y otras miras.
No debe extrañar entonces que, como en 1982 cuando la breve Guerra de Las Malvinas, Washington y Otawa se alineen con una nación colonialista extra-continental en contra de los intereses de una de nuestras naciones hermanas. De ahí que, ante contradicciones que se tornan antagónicas, estas Cumbres de las Américas adquieran progresivamente la rigidez de un cadáver.
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