La superpotencia imperial se ha puesto al cuello un dogal que amenaza con asfixiarla si no adopta decisiones radicales en el campo de la economía.
¿No tiene el propio ser humano un llamado reloj biológico que indica sus límites en cuanto a su perspectiva de vida? ¿No está condicionada además esa perspectiva por las acciones acertadas o perniciosas que ejecute el individuo a lo largo de su existencia? Lo que es cierto en el caso del homo sapiens vale también para los imperios.
Como enseña la historia reciente, los Estados Unidos vivieron demasiado tiempo por encima de sus posibilidades en un proceso que llevó al endeudamiento sistemático del Estado, de los grupos financieros y de la ciudadanía. En su esfuerzo por crear la apariencia de prosperidad inagotable frente al mundo del socialismo existente entonces -algo que también sucedió en Europa- la nación hipotecó su futuro y hoy paga las consecuencias.
Las mismas leyes del capitalismo llevaron poco a poco a una coyuntura insostenible que había que enfrentar haciendo cambios estructurales, pero faltó voluntad política. Uno de los problemas inherentes al desarrollo del sistema fue el descenso progresivo de la cuota de ganancia, derivado de la elevación artificial del nivel de vida y del consiguiente alto nivel de salarios, combinado con el encarecimiento de las materias primas, además del petróleo.
Para colmo, la existencia de un hipertrofiado Complejo Militar Industrial (CMI), muchos de cuyos altos directivos suelen ocupar cargos en el Departamento de Defensa -y viceversa- influye de manera nefasta en la economía y en la política exterior del país, subordinándolas a sus mezquinos intereses.
La citada voluntad política habría tenido que pasar, una vez terminada la Guerra Fría, por reducir al mínimo posible los presupuestos militares, pero en cambio el gasto bélico se incrementó de 371 000 a 735 000 millones entre 2000 y 2008, debido, en primer término a las agresiones contra Afganistán (2001) e Iraq (2003) y a la campaña global contra el terrorismo.
Cuando el sistema empezó a resentirse, dando señales intermitentes de alarma, incluso antes de los tiempos de Bush padre, era el momento de encontrar soluciones en lo interno, pero los grandes monopolios buscaron restituir el nivel de sus utilidades llevándose sus industrias y maquilas al exterior, sobre todo a países como China, Thailandia, Filipinas y otros, donde han pagado salarios de miseria y disfrutado de condiciones preferenciales.
Esto, naturalmente, indujo un descenso notable de la oferta de empleos para el norteamericano medio y, al mismo tiempo, un menor ingreso fiscal para el Estado, provocando otros efectos indeseables, como la transferencia de tecnología a futuros competidores y el que las producciones de entidades norteamericanas en el exterior golpearan fuertemente a la industria nacional y, en no pocos casos, la arruinaran.
Al día de hoy el círculo vicioso en que se desenvuelve la economía de los Estados Unidos equivale, en la práctica, a una enfermedad terminal o, en el mejor de los casos, a un agotamiento de sus perspectivas y posibilidades de sustentabilidad, debido a su propia naturaleza. Un cuadro clínico agudizado por las malas prácticas del sistema.
La solución a tal dolencia consistiría en una especie de “cura de caballo”, una acción “heroica” que transformara de raíz las bases de la estructura económico-financiera de la nación, por medio de una intervención directa y radical del Estado en el sacrosanto -para los ideólogos del stablishment- terreno del mercado. Pero, en la actual coyuntura política del imperio, ello resulta prácticamente utópico.
¿A quién o a quiénes correspondería llevar a la práctica tales acciones drásticas en el manejo de la economía? Pudiera decirse que a los políticos. ¿Y a quién responde esa clase política? La respuesta es: a las grandes corporaciones. La pregunta clave resulta entonces: ¿estarían dispuestas esas mega-compañías a ver mermados sus privilegios y sacrificarse en bien de la nación?
La vida está demostrando que no. Por el contrario, ante la amenaza de colapso que sufre la sociedad estadounidense en su conjunto, los dos partidos hegemónicos que representan una sola clase social: la alta burguesía oligárquico-financiera, han venido -con Bush hijo y con Obama- adoptando medidas para salvar a los responsables directos de la crisis: los grandes bancos, echando sobre los hombros de la población el costo enorme de enfrentarla.
En realidad, han aceptado y aplicado sumisos una “financierización” y “terciarización” del país, donde apenas un 5 por ciento del capital se invierte en las esferas productiva y de servicios, mientras el 95 por ciento se dedica al volátil terreno de la especulación financiera, creando valores virtuales de alto riesgo.
Por supuesto, esas “iniciativas” no han sido más que paliativos que, en última instancia, no han permitido más que ganar tiempo en espera de una solución mágica o un evento milagroso que permita salir del actual atolladero económico.
¿Por qué entonces no acuden en Washington a la fórmula aplicada por el segundo Roosevelt durante la gran crisis de los años 30, cuando el Estado invirtió colosales sumas de dinero en un gigantesco programa de obras sociales y de infraestructura que creó millones de empleos y estimuló la economía en su conjunto?
Ni pensarlo. Si a Franklin Delano hasta lo acusaron de socialista.
Lo que hicieron fue lanzarse al rescate de los megabancos, en lugar de meter a los grandes banqueros en la cárcel por sus repetidas operaciones fraudulentas y malos manejos, como los casos de los créditos basura, empezando por las hipotecas subprime, la burbuja informática, la inmobiliaria y otras “ocurrencias” de estos delincuentes de cuello blanco.
Primero Bush hijo mandó a imprimir al Fondo de la Reserva Federal (FED) nada menos que 700 000 millones de dólares para salvar a las instituciones financieras, en lugar de hacer algo por las cerca de 200 000 familias que cada mes venían perdiendo sus casas, hipotecadas por esos bancos. Al mismo tiempo, redujo los impuestos a los más ricos con el pretexto de estimular la producción y el mercado.
Luego llegó Obama y mandó a editar otros 900 000 millones de USD mientras continuaba con las ruinosas guerras, superando el déficit fiscal los 14,3 millones de millones del billete verde, cifra que equivale al producto interno bruto de la nación. Ahora se han lanzado a un programa de ajustes que perjudica, en primer término a los programas sociales, empezando por la salud y la educación.
Las ingentes cantidades de dinero lanzadas por EE.UU. en pos de reactivar su economía reflotando a sus colapsados bancos, ha significado un perjuicio directo a los intereses de las otras naciones, porque han hecho disminuir el valor del dólar, haciendo más competitivas sus exportaciones y desestimulando importaciones.
Al mismo tiempo, la depreciación del dólar ha forzado la disminución de su deuda soberana con naciones como China, Alemania, Japón, Inglaterra y Arabia Saudita, los mayores inversionistas y tenedores de bonos el tesoro yanqui. Ello apunta a una guerra de divisas, hace al billete verde cada vez menos confiable por su inestabilidad e induce a su sustitución por una nueva moneda distinta del dólar y del euro.
Entretanto, la crisis no ceja, el horizonte se torna cada vez más oscuro y en el ínterin EE.UU. pone cada vez más el énfasis en descargar sobre China, India y otros pujantes mercados emergentes, el peso de sus penurias.
Por eso trata de obligar a China a revaluar su moneda, el renminbi -yuan- en un 20 por ciento, y la presiona para que estimule su desarrollo interno, lo que haría menos rentables sus exportaciones. Por eso intenta también que la India le abra incondicionalmente su inmenso mercado. Y trata de comprar grandes empresas foráneas a base del dinero recién impreso.
Quizá lo peor es que hoy gana terreno en Washington la tendencia a apoderarse de los recursos ajenos en los llamados países periféricos por medio de guerras de rapiña disfrazadas de campañas humanitarias, al estilo de la de Libia, pues es una manera rápida y efectiva de abaratar el costo de las materias primas que requiere su industria. Pero ello solo puede alargar la agonía del enfermo y pone al mundo al borde del holocausto.
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