“Uno siempre ha vivido de milagro en milagro”, aseguró Chávez a sus seguidores antes de partir a su cuarta operación en Cuba.
Cuarenta años antes de entrar por la puerta del Capitolio Federal de Caracas para recibir la banda presidencial y jurar su cargo sobre una Constitución que él mismo había bautizado como “moribunda”, Hugo Rafael Chávez Frías andaba por las calles de su pueblo natal vendiendo arañas, una suerte de conserva de lechosa -frutabomba o papaya en Cuba-, que elaboraba con gusto su abuela Rosa Inés.
Aquella gestión suya para ayudar a mantener el hogar y las recurrentes alusiones del mismo protagonista, le asignarían luego a Chávez el calificativo de El arañero de Sabaneta, un pasado que él proclama con orgullo en cualquier tribuna: “Si uno pudiera volver a nacer y pedir dónde, yo le pediría a papá Dios: Mándame al mismo lugar. A la misma casita de palmas inolvidable, el mismo piso de tierra, las paredes de barro, un catre de madera y un colchón hecho entre paja y goma-espuma”, ha confesado más de una vez.
A lo mejor el 2 de febrero de 1999, mientras se convertía en el presidente número 42 de Venezuela, el biznieto de Maisanta recordó su pasado como vendedor de arañas, o como monaguillo, aficionado a la pintura, la música, la literatura y el teatro; a lo mejor, su frustración por la muerte prematura del Látigo Chávez, el pitcher que siempre quiso ser para lanzarle juego perfecto a Los Leones de Caracas; quizás sus estudios en la Academia Militar, de donde había egresado tiempo atrás como subteniente; el juramento del Samán de Güere; el alzamiento cívico militar del 4 de febrero o sus años en la cárcel de San Francisco de Yare, en Miranda, donde terminó de cargar su mochila política.
Sus rivales, obstinados en descalificar la original química surgida entre el líder y los segmentos más pobres del país, asocian el origen de su popularidad justamente al momento en que el militar de apenas 38 años decidió rendirse frente a las cámaras de la televisión, casi al mediodía del 4 de febrero de 1992, tras frustrarse el levantamiento organizado por él.
Es cierto que en pocos segundos el naciente líder dijo todo o casi todo lo que necesitaba decir. Identificó su movimiento: «Este mensaje bolivariano»; encomió la labor de sus hombres: «Ustedes lo hicieron muy bien»; reconoció la derrota militar: «Nosotros aquí en Caracas no logramos controlar el poder»; dejó entrever que la lucha no concluía con aquella acción táctica: «Lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados»; asumió la responsabilidad de los hechos, algo sumamente extraño entre los políticos de la Cuarta República: «Asumo la responsabilidad de este movimiento militar bolivariano» y dio un mensaje de esperanza para toda Venezuela: «El país tiene que enrumbarse hacia un destino mejor».
Una encuesta realizada días después del levantamiento arrojó que el 60 por ciento de los venezolanos aprobaba la acción y cientos de ellos, en gesto de solidaridad, se fueron hasta el cuartel San Carlos, donde primero estuvo detenido el joven teniente coronel, en un reconocimiento tácito al líder de la sublevación, que innegablemente fue ganado notoriedad y partidarios desde entonces.
“Vayan comprando alpargatas que lo que viene es joropo”, advirtió el expresidente copeyano Luis Herrera Campins, fallecido hace algunos años, cuando ya a finales de 1998 el Movimiento Quinta República (MVR), apoyado por la mayoría de la izquierda, arrolló a todos los partidos y a las fuerzas tradicionales de la escena venezolana en una campaña memorable, que su guía, un actor descontaminado de los vicios electoreros, habría de coronar con el triunfo en las urnas y la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente para refundar la nación.
La frase, extraída por Herrera Campins del rico refranero de los llanos, ha quedado grabada en el imaginario venezolano como señal de aviso ante cada uno de los cambios promovidos desde entonces por el proceso revolucionario bolivariano: la lucha contra el latifundio y la pobreza, el impulso a las misiones sociales, la consecución de la independencia petrolera, la labor integradora sur-sur, las necesarias modificaciones constitucionales, la profundización minuto a minuto…
Trances difíciles no le han faltado ni a la Revolución ni a su líder: más peligrosos que aquella serpiente tragavegados “tan gruesa como el caucho (la goma) de un carro” que estuvo a punto de asaltarlo en su cuna de recién nacido o que el caimán Patrullero con que alguna vez se cruzó en las lagunas del Arauca, ha sido el fuego del proceso autóctono que él define como la última revolución del siglo XX y la primera del siglo XXI.
Las conspiraciones militares de su juventud, la aventura del alzamiento del 4 de febrero, las trampas de abril de 2002, el paro petrolero, la terquedad de una oposición empecinada en desconocer su liderazgo, las deserciones y los golpes bajos, que no han sido pocos, confirman la tesis que esbozara a sus seguidores la noche del pasado sábado 8 de diciembre, quizás la más difícil de toda su vida, antes de partir a Cuba a una nueva batalla contra el cáncer que le fuera diagnosticado en junio del pasado año: “Uno siempre ha vivido de milagro en milagro”.
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