Diálogo con Bienvenida Álvarez García (Pititi), alfabetizadora primero y después educadora, que con casi cinco décadas de servicio no abandona el aula.
Sus ojos claros se cierran momentáneamente y de repente brota la luz de los recuerdos, aquellos la trasladan a su Juan Francisco de siempre, un pueblecito de campesinos casi perdido en la geografía de Yaguajay.
Apenas era una muchachita rubia, vivaz y muy decidida, recuerda. “Tenía 18 años y la noticia del momento era la campaña de alfabetización; eso me alborotaba, quería estar en ella y con deseos de enseñar. Por suerte, mi mamá Lucía me dio luz verde cuando supo de mis intenciones y tuve siempre el apoyo de los demás, sobre todo de mi hermano Manolito, una suerte de ángel de la guarda”.
Sobre el mantel de la mesa del comedor del hogar de su hija, los dedos juegan, se deshacen en gestos, se detienen cuando la conversación exige detalles precisos de su historia.
“En la campaña me uní, en mi pueblito, a otros alfabetizadores de Cárdenas. Yo era la más joven y comencé a alfabetizar con la familia de los Gomeros, unos isleños que vivían patio con patio a mi casa. Edelsa Álvarez y Haydeé León eran las coordinadoras. La tareíta no me fue fácil. Aún me late aquella voluntad enorme de ellos por aprender y recuerdo a Julio, con las lágrimas rodando, porque le costaba trabajo aprender, pero lo logró”.
El verbo retrata los recuerdos. Después de la alfabetización, la campaña por el quinto grado; después la del sexto, dirigida por Raúl Ferrer. Y en medio de ese ajetreo, su primer salario, de 25 pesos.
“Entre esa vorágine de trabajo me priorizaron para optar por una beca; la pedí para Minas de Frío, pero por mi poca experiencia no se me concedió. Entonces me facilitaron el curso emergente para maestros populares en Camagüey.
“Ahí llegó el primer debate familiar, apenas tenía 20 años y mi mamá no entendía, ni loca me dejaba ir, decía, pero ahí entró mi hermano Manolito, que con una firmeza extraordinaria le dijo a la vieja que si me lo había ganado, debía irme.
“Estuve nueve meses en Camagüey en la Ciudad Escolar Ignacio Agramonte. Y hasta allí se fue Raúl Ferrer y nos pidió, casi al terminar el curso, que nos incorporáramos a enseñar a los adultos, en las noches. Tremenda experiencia”.
Llega el silencio y la memoria susurra en voz alta. De Camagüey, el viaje a Santa Clara, donde se habla de aulas vacías en el Escambray la necesidad de cubrirlas. Disposición y permiso de los padres eran imprescindibles.
“Muchacho, cuando le digo a Lucía de esa otra tarea, se plantó y dijo que no. Y vuelve entonces Manolito mi hermano a la escena y la convence. En 1964 llego a Güinía de Miranda, como parte de la Brigada de Maestros de Montaña Frank País. Me asignaron a una escuela recién construida y apadrinada por la industria no ferrosa.
“Me acogieron en cada de la familia Chaviano Prieto, guajiros dedicados a la producción cafetalera y de frutos menores. A poco más de un año, entre los muchachos a los que enseñaba estaba Isidro Chaviano Prieto, de quien me enamoré. En Güinía, nos casamos y allí nació Magalys, mi hija mayor.
“En medio de esa situación me envían a Banao, una zona montañosa de Sancti Spíritus, a trabajar. Para orgullo mío, mi esposo vence el curso de maestros emergentes en Cienfuegos y entonces deciden ubicarnos a los dos en Río Chiquito, cerca de La Sierrita, en la antigua región Escambray, en Cumanayagua”.
Año 1978. Evoca la primera experiencia como educadora en la Secundaria Básica; la Provisional No. 58, en la zona de El Cafetal, donde permanece hasta 1980.
“En esa fecha me traslado hasta Cienfuegos, donde laboro en las escuelas Hermanos Mederos y Luis Pérez Lozano, como profesora de Español y Literatura, donde me mantuve hasta la jubilación.
“Año y medio después de jubilada, una exalumna, directora de la primaria José Mateo Fonseca, va a buscarme a la casa y me plantea que me necesitaban. No lo pensé dos veces; volví a las aulas por 12 cursos. Retorné al hogar; eso sería por el 2005. Pero no me aguantaba en la casa, y después de más de cinco años fuera del colegio, regresé, hasta el día de hoy.
“Nada disfruto tanto como enseñar; eso me fascina y si algo aprendí en estos casi 50 años como maestra es que los muchachos no son malos. Cuando un educador así lo piense, que se mire bien, que analice cuánto hace en las aulas y cómo logra vincular a la familia en todo ese ajetreo. Eso lleva, sobre todo, vocación.
“Mañana no se qué pasará conmigo, pero las aulas y los muchachos en este ajetreo de la educación son mi mundo. Enseñar ha sido y será mi vida”.
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