Aunque no existe la fecha puntual para situar al trinitario en el universo del deshilado, la imagen de hombres dedicados a estos quehaceres resulta una estampa relativamente joven en la sureña villa cubana.
El arte de la randa ocupaba el tiempo, o la vida entera, a las damas de apellido aristocrático cuando Trinidad recién nacía en el centro de la Cuba colonial. Las puestas de Sol las sorprendían con aguja e hilo en sus manos dispuestas a terminar los manteles, vestidos, ajuares de boda nacidos del lienzo virgen.
Los años devinieron siglos. Aquellas féminas de hidalguía peninsular legaron los instrumentos a sus hijas. Así sucedió de una generación a otra hasta burlar el laberinto del tiempo y terminar en manos rudas de hombres con virilidad incuestionable, que vieron en las herramientas centenarias un aliciente a los aprietos financieros.
PUNTADAS NOVEDOSAS
Aunque no existe la fecha puntual para situar al varón trinitario en el universo del deshilado, la imagen de hombres dedicados a estos quehaceres resulta una estampa relativamente joven.
Quienes ofrecieron sus vivencias representan a más de una docena de artesanos atrapados por la urdimbre. La mayoría carece de un antecesor masculino dedicado a estos quehaceres en sus familias. Aunque la idea de este oficio se asocia al desempleo, los entrevistados confirman lo contrario: el encanto de deshilar alcanza a los profesionales más alejados de la creación manual.
“Todavía ejercía como pediatra cuando noté que la venta de las piezas artesanales realizadas por mi esposa contribuía de manera significativa a los ingresos del hogar -recuerda Carlos Ribalta Martínez-. Aprendí a combinar Medicina y artesanía al mismo tiempo”.
“Estudié Defensa Antiaérea -comenta Andrés Pérez Mursulí-, cuando terminé en el Ejército regresé a Trinidad y necesitaba algo para aportar a la economía familiar. Mi cuñada me enseñó a hacer randa”.
Al principio solo conocían del quehacer de estos hombres sus familiares más cercanos. Varios se encerraban en lugares aislados dentro de sus casas para evitar la mirada indiscreta de los curiosos, aun cuando las condiciones de iluminación resultaran inadecuadas. Con el tiempo, el roce diario con la aguja rompió el miedo.
“Todos se sorprendieron -señala Andrés-. ¡Imagínate! Después se acostumbraron y comencé a intercambiar diseños e ideas con varias mujeres artesanas sin prejuicios”.
El desafío dio otros frutos. Osmel Guevara Pérez, vecino de Mursulí, se sumó al quehacer vespertino en la acera. “Me pareció raro -recuerda-. Un día me atreví y ya han pasado más de siete años. Hoy tengo un puesto de trabajo, pero no puedo alejarme de la artesanía”.
PAISAJE DE LAS AGUJAS
No existe un manual de instrucciones donde los amantes a la randa puedan encontrar los ardides o lecciones teóricas. La tradición oral constituye la vía de aprendizaje cuando de hacer un punto determinado se trata. Aprehender en la memoria cada paso parece difícil, pero el ejercicio diario impide olvidar el algoritmo.
“Los dibujos más utilizados los plasmé en patrones de cartulina por si quería emplear la misma figura varias veces -comparte Yordanis Montero Álvarez, profesor de Química-. Antes demoraba cerca de 15 días para terminar un mantel. Hoy, con una semana es suficiente”.
“Ser un profesional de la Salud contribuyó a mi posterior desempeño como artesano -asevera Carlos-. Ejercí durante 29 años. El medio me exigía tener flexibilidad, movilidad en mis manos. Cuando empecé a hacer randa tenía a mi favor la agudeza para no perder de vista el hilo y dar puntadas con rapidez”.
El acabado revela las dosis de paciencia y salen al ruedo piezas de excelente factura que luego son compradas por visitantes nacionales o procedentes de otras latitudes como recuerdo de su paso por la villa.
“Cuando alguien adquiere una pieza mía me comparo con un pintor al que le admiran su cuadro. Yo no tengo pinceles, sino agujas. Retribución económica aparte, te da fuerzas para volver a empezar”, dice Andrés.
Dentro de este mundo existen agujeros irreparables, amén del placer espiritual. Las ganancias sostienen los hogares pero no curan los malestares surgidos con el paso de los años. El médico comenta sobre dolores en la cervical. Los demás se frotan los ojos y miran las articulaciones de los dedos por el uso desmedido de la aguja.
Aún persisten puntadas con cabos sueltos. La búsqueda de alternativas para una comercialización que redunde en beneficio de creadores e instituciones, así como la capacitación de quienes se asoman al oficio de manera autodidacta, pueden contribuir al perfeccionamiento de dichas labores.
Mientras, la brisa crepuscular y el canto de los tomeguines indican a estos hombres la hora perfecta para comenzar a crear. El número de “randeros” aumenta, para suerte de todos porque en cada puntada que realizan cobra vida el patrimonio inmaterial que Trinidad ha recibido como herencia.
Hola.
Carlos, que tal.
De alguna manera he llegado hasta el artículo que publicaste ¨ Hombres de agujas tomar¨, recibe mis felicitaciones y gracias por mencionarme.
En estos momentos me encuentro en Santa Cruz de Tenerife, si te puedo ayudar en algo lo haré con mucho gusto.
Bueno recibe un cordial saludo, desde Tenerife.
Robbins Omar García Ríos
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