El juzgamiento y castigo de miles de servidores del derrocado régimen batistiano involucrados en crímenes de guerra originó la primera campaña del Imperio contra la recién triunfante Revolución cubana.
El justo castigo a los responsables de la muerte de más de 20 000 compatriotas en los siete angustiosos años de la dictadura de Fulgencio Batista fue una de las promesas de la Revolución cubana desde los días de la lucha en montañas y llanos contra los cuerpos armados del régimen, acostumbrados a torturar y asesinar a sus prisioneros.
Así, ya en las primeras jornadas de la Revolución triunfante, en enero de 1959, las nuevas autoridades se vieron de pronto ante el dilema ineludible de decidir en breve plazo una solución justa y expedita al problema que representaban cientos de servidores de la tiranía derrocada encarcelados, acusados de crímenes horrendos. No hacerlo implicaba estrenarse en el poder con el incumplimiento de un deber sagrado.
De ahí que, en acatamiento de esas premisas y de acuerdo con las leyes de guerra aplicadas por el Ejército Rebelde a lo largo de la lucha insurreccional, se iniciaron los juicios revolucionarios ejemplarizantes a culpables de asesinatos y atropellos de todo tipo contra la ciudadanía.
Pero la libre divulgación de los juzgamientos y aplicación de la justicia por todos los medios de prensa de la época fue aprovechada en el exterior, principalmente en los Estados Unidos, para orquestar una feroz campaña contra el nuevo régimen con el objetivo de desacreditarlo y debilitarlo nacional e internacionalmente.
Esa fue la razón por la cual ya el 15 de enero de 1959, siete días exactos después de su entrada triunfal en La Habana, el Comandante en Jefe Fidel Castro, en un discurso pronunciado ante el Club Rotario, entre otras cosas, expresara: “Ese es uno de los problemas que en estos momentos confronta la Revolución: defenderse contra la campaña calumniosa de los enemigos de la Revolución Cubana, de los que no hablaron ni escribieron una palabra cuando aquí aparecían los racimos de cadáveres de asesinados en las calles de La Habana, lo que estuvo ocurriendo durante muchos años, cuando nuestras mujeres eran violadas, cuando nuestros compañeros eran asesinados”.
Una campaña orquestada y estimulada tras bambalinas por el Gobierno norteamericano, que dio asilo el propio primero de enero de aquel año a muchos de los mayores ladrones y criminales del batistato, quienes no tardarían en iniciar sus ataques contra el Gobierno revolucionario. Otros, capturados en Cuba, no tuvieron igual suerte.
Realmente, el saldo de muchos de aquellos esbirros resultaba del todo espeluznante. A Jesús Sosa Blanco se le instruyeron cargos por su responsabilidad en 108 asesinatos, cifra emulada por un simple agente policial de Bauta, provincia de La Habana, como Orlando E. Vigoa, con participación en otros tantos crímenes. Pero Sosa era el plusmarquista ya que llegó a ultimar de una sola vez a nueve miembros de una misma familia.
Ejemplos de este tipo los había por centenares, pero en la memoria colectiva figuraban con ribetes de horror, la masacre cometida por el Ejército con sobrevivientes del asalto al cuartel Moncada, donde fueron asesinados cerca de 70 de aquellos jóvenes; las 23 víctimas de las Pascuas Sangrientas en la zona de Holguín, el exterminio a que fueron sometidos numerosos expedicionarios del yate Granma y, poco después, a inicios de 1957, la horrible muerte de los del Corinthya.
Para contrarrestar aquella venenosa primera campaña de descrédito contra la Revolución, se desarrolló la Operación Verdad, consistente en invitar a reporteros de medios internacionales de prensa para que vinieran a la isla a comprobar por sí mismos la realidad de lo que estaba sucediendo y vieran las evidencias aterradoras dejadas por aquellos carniceros, ahora disfrazados de mansas ovejas.
Pronto las aguas tomaron su nivel cuando la verdad se abrió paso. No resultaba congruente que una fuerza armada como el Ejército Rebelde, que llegó a capturar a más de 2 000 soldados enemigos a lo largo de la lucha sin que asesinara, golpeara o vejara a ninguno, manchara luego, ya con los laureles de la victoria, su inmaculado expediente de justicia.
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