El escritor fomentense Ángel Martínez Niubó obtuvo el Premio de la Ciudad de Sancti Spíritus con un texto profundamente emotivo.
“Tú también estás triste, pero todavía no lo sabes”, parece decir Luzángela, no ya al médico que indaga en el origen misterioso de sus lágrimas, que no se secan, sino al lector, ese otro advenedizo que intenta descifrar los motivos del llanto y que termina por convencerse, como el personaje protagónico, de que nada hay más irreversible que la tristeza.
La agonía del ser humano frente a la realidad que lo trasciende -léanse la crisis ética del mundo, las veleidades del poder, la monotonía del matrimonio- recorre las páginas de Luzángela, texto con que el escritor fomentense Ángel Martínez Niubó obtuvo este año el Premio de la Ciudad de Sancti Spíritus.
Esencialmente poeta, Niubó se las ingenia para hilvanar una historia lírica en la cual, aun sin prescindir del dinamismo del cuento, transgrede los límites siempre ambiguos de los géneros. A tales idas y venidas entre el verso y la narración ya nos tenía acostumbrados el autor de Tras el olor de las muchachas tristes y A dos cuadras está el mar; sin embargo, es con Luzángela que legitima, redondea acaso, las constantes temáticas y discursivas que lo obsesionan.
Confinada en un hospital, la niña de seis años cuyas lágrimas se calientan, se escurren pero no se secan, deviene paciente imprescindible de un oftalmólogo a quien le faltan todas las respuestas: médicas, sociales, ontológicas, existenciales.
El enigma de Luzángela -“no es lo mismo llamarse Luz que Luzángela”- viene a simbolizar, entonces, el enfrentamiento del médico consigo mismo, con los fantasmas que lo acosan desde que se descubrió incapaz de subordinarse a nada: ni a la esclavitud servil del hogar -“el matrimonio es un atentado a la privacidad del otro”-; ni al poder superior que lo desdeña; ni a las manipulaciones maquiavélicas de la prensa -“hay que alfabetizar este país para que aprenda a leer fuera de los periódicos”-.
No obstante, el protagonista no pasa del reconocimiento tácito de sus circunstancias: inhabilitado para actuar, se refugia en el dilema médico y termina por adoptar una actitud tan nihilista que, a ratos, recuerda ciertos pasajes de Camus: la metáfora del ser que soporta estoicamente su propia fatalidad.
Otras lecturas, de seguro menos pesimistas, pudieran ver en Luzángela un cántico a la esperanza, al acto salvador de hurgar en la tristeza, pero no fue con el espíritu exaltado sino profundamente abatida como llegué al punto final de una historia que no me deslumbró tanto por sus astucias narrativas como por su innegable poder de conmoción.
En el plano formal, resulta sui géneris la segunda persona del singular asumida para contar la historia, un recurso generalmente desdeñado por los autores y al que Niubó recurre no solo por el tono dialógico que propicia, sino también por las posibilidades de interpelar y hasta zaherir al personaje.
Sin más armas de profeta que la propia intuición, me atrevo a asegurar que el Premio de la Ciudad recién conquistado por Luzángela será apenas el inicio de un trayecto mucho más enriquecedor: el de las disímiles interpretaciones que el texto puede suscitar en los lectores, de seguro los mismos que, al decir del narrador, “un día entenderán que este país necesita más poetas que médicos”.
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