Cuando se entra al cementerio de Luanda por la puerta que da a la Rué de Sao Tomé, uno se deslumbra por el color amarillo-rojizo de la tierra.
Dicen que es tan seca que no deja descomponer los cadáveres. Las tumbas parecen surcos, cada una lleva encima una tablilla numerada que marca un ser que tuvo nombre, apellidos y una historia que contar.
Volodia, aquel angolano de apenas 11 años también tiene la suya, donde narra cómo en un día de marzo, en Cuito, un grupo de hombres casi niños expulsó del río al Sululú asesino.
También narra cómo las manos, curtidas en combate, regalaban a los niños ese día camiones salidos de latas de sardinas y adorables MIG de blanco pino.
Es roja la noche de Luanda, roja como la sangre de Marcos, Pedro y Agostino.
Entre la imagen de mi hermano muerto no pude pensar porque dolía. Y entonces, desde el más recóndito paraje del África lejana y con tinta de mi recio puño, escribí una carta a la muerte, sin sellos, sin destinatarios.
Mandé a la muerte la sentencia de su muerte, por mi hermano, mi padre, mi soldado. Y entonces, cantando el himno de mi erguida patria, tomé una flor en el camino, la situé en la tumba del abuelo Argüelles, y entoné mi canto de futuro, desde el más recóndito paraje de este gigante negro, donde un niño cultiva la flor de la esperanza.
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