A propósito del Día de las Madres, Mirta Rodríguez recuerda, con memoria fotográfica, cómo presintió la inminencia del parto de Tony la mañana del 16 de octubre de 1958.
“¡Ay!, me demoré algo porque estaba lavando unas lechugas ahí. ¿Encontraron rápido la dirección?”, se excusa Mirta Rodríguez, la madre de Antonio Guerrero, con una familiaridad que parece de antaño.
En la sala de su casa, la única madre de los Cinco que pudo asistir a la vista de sentencia de su hijo se siente a sus anchas, como cuando laboraba en la tienda de filatelia, en Obispo y Bernaza, donde se jubiló. Ahora, nada de cámaras de televisión, a las que ha tenido que acostumbrarse; ni de un público numeroso, atento hasta del movimiento de sus gruesos labios.
Con memoria fotográfica, recuerda cómo presintió la inminencia del parto de Tony la mañana del 16 de octubre de 1958. Temprano se lo hizo saber a su mamá y su esposo, a quien sacó de su rutina laboral a la una de la tarde de aquel día. “Tengo contracciones”, bastó que le comunicara por teléfono.
“¡Water!, ¡please!, ¡please!, ¡baby!”, dijo con voz perentoria y en su inglés precario, apenas puso un pie en el Jackson Hospital, de Miami, para advertir a todos que ya había roto la fuente.
“Tony nació a las dos y diez -rememora hoy Mirta con la exactitud sin par de una madre-. ¡Ay, Dios mío!, no me quiero acordar de aquello, estaba colorado, tenía un pelo chino, negro, negro, y unos ojos que se salían así; era laaargo, flaaaco; ese niño fue creciendo y se fue haciendo lindo para mi vista. Pero, ¿cuánto una madre no puede amar a un hijo?.
“Todas las fiestas de cumpleaños de Tony se las celebramos hasta los 10; a los 11 murió su padre. No fue un niño obeso, obeso; pero sí gordito hasta los 12 años, a partir de ahí fue afinando. Yo disfruté la niñez de mis hijos; estaba muy vinculada a la escuela”.
Madre al fin, no aprobó de buena gana la salida de él hacia Panamá, donde contrajo matrimonio a inicios de los 90. Los principios no conocen de latitudes geográficas, trataba Antonio de persuadirla.
A partir de entonces, mientras trajinaba en casa, Mirta dejó de cantar Quiéreme mucho, de Gonzalo Roig, o las antológicas canciones de Julio Iglesias. “La partida de Tony me cambió un poco ese estado de ánimo; lo superé de cierta forma porque quedaban otras raíces, quedaban Maruchi, mi hija mayor, y los nietos. Todo tenía que continuar igual; no se había muerto nadie”.
En busca de oxigenar la menguada economía familiar, Antonio viajó de Panamá a la Florida, Estados Unidos, donde no abjuró de la Patria y tejió su historia de silencio y de avisos, cuando la mafia anticubana intentó llevar a cenizas hoteles en la isla, y plantar la incertidumbre con los aviones de Hermanos al Rescate tirando octavillas al sobrevolar La Habana, como si estuvieran en el patio de las mansiones de los terroristas.
Por ello, “esta lucha está plagada de honor y dolor. Honor porque, figúrate, saber que mi hijo no era un traidor…, y dolor porque es un hijo y solo una sabe lo que ha pasado. Mi abuelita decía: ‘Por dentro es por donde va la procesión’; por eso, yo, por muy mal que me sienta, cuando Tony llama por teléfono trato de que mi voz tenga un timbre lo mejor posible”.
Antes desde la prisión federal de Florence, Colorado, y desde enero de 2012 en la de Marianna, Florida, donde cumple su sanción de 21 años más 10 meses, Antonio busca achicar distancias y nostalgias, y mantiene a su mamá al tanto acerca de cada uno de sus proyectos: de sus clases de Matemática -le pagan $6,52 al mes-; del avance de la nueva obra al pastel, a partir de las fotos tomadas por Silvio Rodríguez en su gira por los barrios de La Habana… “Dentro del infortunio de vida en la cárcel, él trata de vivir fuera de ahí, escribiendo, pintando”, comenta.
Septiembre de 1998 marcó el inicio de la historia visible, protagonizada también por Gerardo Hernández, Fernando González, Ramón Labañino y René González, los otros cuatro hijos que le han nacido a esta madre octogenaria. A punto de los 14 años del encierro de los Cinco, de injusticia disparada, ella le insiste a este periodista que una mañana la sacó de sus diligencias en la cocina: “No me gusta decir que mi hijo está preso”.
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