Con la calvicie a punto de tocarle la nuca, el más célebre de los escritores ingleses, William Shakespeare, sostuvo que un hombre sabio es el que conoce a su propio hijo. Porque, no lo dudes, te será más fácil escribir una tragedia o resolver un algoritmo, que entrar y entender ese pozo profundo que son los sentimientos del heredero de tus genes.
En la distancia, impuesta por el estigma de la injusticia, Ramón Labañino, Antonio Guerrero y René González, tres de los Cinco -como los nombran internacionalmente-, deben concordar con el genio inglés.
Por ello, a pesar de encontrarse en Estados Unidos, a miles de kilómetros, nunca han dejado de estar junto a sus hijos a la hora del desayuno apurado para salir en estampida hacia la escuela o el trabajo, o al clarear el primer amor de ellos.
“Mis hijas son mi vida, mi esencia, mi virtud, también mi responsabilidad -le aseguró Ramón a un colega, desde la prisión de Jesup, Georgia-. Trato de usar cada canal y vía de comunicación para estar en el día a día con ellas. (…) Gracias a las excelentes madres que tienen, y que tanto me ayudan a ser el mejor padre posible en esta distancia dura. Quizás peque por exceso de querer conocerlo todo en todo momento, en lo que a ellas se refiere; es mi forma y mi celo por ellas, de decirles que siempre estoy allí con ellas, en lo bueno, y mucho más en lo malo que se les pueda presentar”.
Cuando Gabriel Guerrero vio entrar a su padre por aquella puerta del salón de visitas de la cárcel de Florence, Colorado, se dijo: “Verdad que me parezco a él. ¿Seré así cuando sea viejo?”.
“¡Dime, Gabo!”, le soltó sin protocolo Antonio, a quien el muchacho, en esa fecha con 19 años, apenas lo conocía por las cartas; cuatro tenía el niño al partir su padre del hogar en Panamá. Mucho después, su tía María Eugenia, hermana de Tony, le hablaría del papá preso, mientras le enseñaba la fotografía donde aparecía con el uniforme azul de prisionero.
Entre los planes de Gabriel -el segundo hijo de Antonio- no estaba estudiar en Cuba. Cuando cursaba el primer año de la universidad en su país natal, le ofrecieron la posibilidad de hacerlo en Europa.
“¿Qué vas a hacer en la República Checa?”, le preguntaba Niccia, su mamá, sin salir del asombro. Antonio le recomendaba a ella que escuchara al joven, y, luego, le pidió al hijo que valorara la posibilidad de estudiar en Cuba. “Me lo decía así muy suavecito”, recordó Gabriel a Trabajadores. Fin de la historia: cambió de Ingeniería electromecánica a Ingeniería automática, que cursa en una universidad habanera.
Como espigó Gabriel, también lo hizo la hija menor de Olga Salanueva y René González, Ivette, quien un sábado de mayo último, antes del Día de las Madres, decidió disfrutar de un concierto de rock en el capitalino parque Lennon, con la anuencia de su mamá.
Olga quiso ver el ambiente del lugar y recoger a la adolescente de 14 años; perturbada descubrió a jóvenes con botellas de ron en mano -narraría después la colega Arleen-. La ansiedad colmó a la madre, mientras trataba de encontrar a la hija en un océano de rostros y de decibeles; desde Estados Unidos, René -en libertad supervisada- intentó localizarlas. Olga no respondía los timbres del celular; la inquietud envolvió al padre, hasta que, al fin, apareció la muchacha despidiendo sudor por cada poro, ajena a todo.
Años atrás Irmita nos reveló que cuando discutió la tesis para licenciarse en Psicología, su papá pidió detalles de cada minuto de su defensa ante el tribunal. “Él me ha hecho falta en la cotidianidad, en esa persona que cuando está en la casa lo mismo bota la basura, que cuando a tu mamá le duele la cabeza le pasa la mano por encima”.
La hija mayor de René nos confesaba que si Gerardo y Fernando hubieran tenido la dicha de ser padres, hubieran obrado de modo similar; también lo acuño así, y mañana, en sus respectivas cárceles en California y Arizona, habrían escuchado la algarabía de los hijos disputándose el teléfono para cantarles: ¡felicidades!
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