La muerte del Mayor General Serafín Sánchez el 18 de noviembre de 1896 rompió la práctica amarga de la captura de sus restos por el enemigo.
18 de noviembre de 1896, orilla norte del paso de Las Damas. Ha caído el Mayor General rodeado por los suyos. Nuevamente sobre el campo insurrecto se ha abatido una gran desdicha. Antes de este día la épica historia combativa de los cubanos se ha visto ultrajada por los embates de la desorganización y la mala suerte, quedando en manos del enemigo los despojos gloriosos de sus héroes. Lo ocurrido con jefes brillantes como Céspedes, Agramonte y con el irremplazable Martí, así lo corroboran.
Sin embargo, esta vez las tropas libertarias no quedan acéfalas. Por sustitución reglamentaria el General Francisco Carrillo asume el mando y dispone un fuerte retén a la vera del “Zaza”, al mando de jefes muy capaces. Ya entrada la noche, emprende el nuevo derrotero al frente de sus hombres, llevando como carga preciosa el cuerpo inerte del ilustre caído.
La marcha es lenta: “(…) la más triste que la luna ha alumbrado, en un silencio cruel que solo el llanto de los hombres interrumpía”, anotó alguien en el diario de campaña del Mayor General. Sin embargo,
Pancho Carrillo sabe que al frente ni a los flancos hay tropas enemigas que amenacen la lúgubre procesión nocturna que, como si hubiese estado prevista de antemano, sigue su recorrido inexorable.
En el bando insurrecto la muerte de Serafín será un secreto a voces, pues cientos de combatientes la conocen. Recaerá por ende la máxima responsabilidad de preservarlo al general Carrillo. De ahí que, entre otras razones de peso, el avezado Pancho tome de manera expedita las providencias que estima necesarias.
En un amplio bohío de la finca Pozo Azul, los subordinados de Serafín disponen el primer velatorio. La escolta lo vela toda la noche mientras le rinden guardia de honor desde generales y oficiales, hasta los soldados más humildes.
Allí, por orden del general Carrillo, aún antes del alba se organiza el segundo cortejo, integrado esta vez por el propio Carrillo, José Miguel Gómez, los hermanos de Serafín: Plácido, Tello y Raimundo; Lesito Salas, el doctor Roig y algunos más de absoluta confianza. La triste comitiva, cubierta por la floresta, pasa por Las Varas, Ciego Potrero, Los Limpios de Taguasco y La Campana, hasta llegar a la finca Las Olivas, cerca del río Jatibonico del Sur.
En el humilde rancho de su hermano Plácido, son colocados los queridos despojos. Nuevamente le velan mientras le hacen un ataúd de cedro que Loynaz arropa con la enseña patria. Al cabo, unos pocos allegados parten con el féretro y lo sepultan en la espesura junto a una cañada, cubriendo el sepulcro con un túmulo de piedras, marcado con una cruz y un rústico cercado. Los presentes se miran en un silencio tácito. De los ojos enrojecidos han brotado cristalinas lágrimas. Allí se instaura el secreto a cal y canto.
Nota: Los restos de Serafín Sánchez fueron exhumados en marzo de 1900 de su tumba original en la finca Las Olivas, trasladados a Sancti Spíritus e inhumados con honores en la necrópolis local.
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