El cantor de las bellezas llamaban en Cabaiguán a Eréstamo Fajardín Valdivia, un hombre capaz de hilvanar las décimas más geniales de por aquellos contornos y cuya personalidad extravagante lo grabó para siempre en el imaginario popular.
Cuentan quienes lo conocieron, cuando aún no deambulaba sin rumbo por las calles de Cabaiguán, que en los años 50 llegó a tener programas de radio en Placetas, Fomento y Sancti Spíritus; que ostentaba el título de locutor colegiado como si se tratara del diploma universitario; que una foto suya, de dril 100 y sombrero de jipijapa, lo mantenía joven en las memorias de su única novia, que envejeció esperándolo. Cuentan quienes lo conocieron entonces que la de Eréstamo Fajardín Valdivia era una locura de mucha lucidez.
“Parecía que estaba ido de la mente por su apariencia desaliñada, porque siempre andaba sucio y con aspecto de mendigo, pero un hombre que hacía unas décimas tan perfectas no podía estar loco”, sostiene el poeta Florencio Rodríguez Simón, quien coincidió con él en cuanto guateque se orquestara por aquellos rumbos.
Se hizo proverbial su estampa cargada de andariveles: una guayabera con una manga corta y la otra larga, las patas del pantalón a diferente altura, los zapatos dos números más grandes que los pies, una caja repleta de trastos inútiles y una lata de aceite de carbón.
Con semejante estalaje se aparecía en parques y terminales, en cafeterías y talleres literarios, en los campos de los alrededores y hasta en un teatro de la capital, escenarios en los que deslumbraba con esa habilidad tan suya para componer 10 versos octosílabos sin pensarlo siquiera, como si la poesía fuese el sentido ulterior de su existencia, el único asidero que lo ataba al mundo real.
EN SU UNIVERSO DE ENSUEÑO
“La tara le venía de familia”, recuerda el músico Esteban Pino, quien se sentaba con Fajardín en el paseo de Cabaiguán a conversar sobre lo humano y lo divino “cuando él estaba de vena, porque si no, no había quien le entrara”.
En aquellas tertulias improvisadas emergía a retazos la historia, digna del realismo mágico, de su familia de ascendencia libanesa: el hermano menor que se volvió loco “de tantos estudios”, la madre casi disfrazada con su atuendo extravagante, el padre que trasplantó a los campos espirituanos la tradición de las mercaderías árabes.
Algunos vecinos atestiguan que vivió durante años en las inmediaciones del Jardín de Luna, entre Cabaiguán y Punta Diamante, en una casa de tablas forrada de zinc hasta los cimientos, donde perfiló su gusto por la espinela y gestó el sistema filosófico que habría de profesar en el más profundo ostracismo durante su vida.
“Yo traté por todos los medios de sacarle cómo era la religión a la que él pertenecía, pero era un individuo muy perspicaz y nunca me lo dijo -se lamenta Esteban Pino-. Tenía manías muy raras como esa de bañarse únicamente donde corriera el agua o andar con el bolsillo del pantalón lleno de talco para embadurnarse la mano cuando saludaba. Después me comentaron que las creencias de Fajardín se correspondían con una secta conocida como La rosa mustia; pero, al menos a mí, jamás me lo confesó”.
Cada vez más absorto en su mundo de ensueño, Eréstamo relegó los asuntos terrenales al extremo de que casi nadie sabría decir con seguridad cómo se ganaba el sustento y él mismo pregonaba sin remilgos que lo suyo no era la guataca sino el verso.
PERSIGUIENDO SUS CACHORROS
“Fajardín no cantaba bonito, pero tenía una manera de entonar muy propia y era afinado”, rememora Esteban Pino, quien asegura haber presenciado la anécdota que sacó a Eréstamo del anonimato y lo catapultó a lo más selecto del parnaso decimístico nacional.
“Todo sucedió en medio de un comedor del albergue donde estábamos hospedados para participar en una Jornada Cucalambeana, en Las Tunas -relata-. Allí se había improvisado un estudio para grabar un programa de Radio Rebelde que en los años 80 se dedicaba a promocionar el talento aficionado. El locutor había visto a Fajardín y trató de grabar una décima suya por gracia, para jaranear en lo que los demás se preparaban, sin imaginarse la clase de poeta que era. Un peruano que estaba de visita y ni sabía lo que estaba haciendo le puso el pie forzado, uno de los que llaman vacío porque no hay por dónde cogerlo: persiguiendo sus cachorros.
“Entonces todos armaron un revuelo para que Fajardín se emocionara y cuando él se enteró de que estaban grabando, se puso como espantado, y no entraba en el momento en que los músicos hacían la pausa. Llegaba al micrófono y viraba para atrás, aquello causó hasta risa.
“Desde ese día, la décima nunca se me ha olvidado: Ahora me recuerdo yo/ cuando en la sierra vivía/ de una perra gris que había/ que grandes daños causó./ De la cría me dejó/ dos tristes gallos machorros;/ yo compré con mis ahorros/ un arma, maté la perra/ y luego fui por la sierra/ persiguiendo sus cachorros.
“Cuando se terminó la grabación, el director del programa no permitió que lo borraran y, hasta donde yo sé, todavía en los archivos de Radio Rebelde está la voz de Fajardín”, evoca Esteban.
Lo llamaban El cantor de las bellezas por la calidad lírica de una obra que, a pesar de los apremios inherentes a la improvisación, alcanzaba un vuelo poético desconcertante para alguien de tan escasos estudios y tan autodidacta erudición. Esteban Pino lo resume en una frase que, a todas luces, parece sacada del más raigal argot popular: “En eso de improvisar, Fajardín era un caballo”.
Sin embargo, más allá del indiscutible valor de su discurso decimístico, Eréstamo debió lidiar también con la incomprensión de buena parte de la sociedad, que le encasquetó sin derecho a réplica el cartel de loco y le cerró más de una puerta en eventos institucionales a los que siempre, nadie se explica cómo, se las agenciaba para entrar de contrabando.
CUERDO DE REMATE
Cuando el folclorista villareño Samuel Feijóo tuvo noticias de la genialidad poética de Eréstamo Fajardín, lo incluyó en su antología de la décima cubana Los trovadores del pueblo.
Desde entonces, otras compilaciones han incluido, con mayor o menor acierto, las espinelas que el bardo cabaiguanense fue dejando desperdigadas en guateques, canturías, torneos y en la memoria viva de sus coterráneos, quienes han devenido, a la postre, defensores a ultranza de su legado poético.
Sin embargo, la obra que pudo haberlo inmortalizado se perdió sin remedio tras su muerte, ocurrida hace alrededor de una década, tal y como había vivido: en el más lamentable anonimato.
“Varias veces me enseñó lo que estaba escribiendo -recuerda Esteban Pino-. Era un poema gigantesco de casi 500 décimas que Fajardín recitaba sin fijarse en el papel y que trataba sobre la evolución del hombre desde la comunidad primitiva. Él te empezaba a declamar aquello pero, ¡qué va, no había quien resistiera tanto!”.
Desde las Islas Canarias llovieron propuestas para comprarle el texto que era, más que epopeya, cosmogonía; pero el autor, plantado en sus trece, se armó de una frase categórica frente a todas las ofertas: “Si me brindan tanto es porque vale más”.
Aquellos legajos amarillentos, que guardaba ora en la caja, ora en la lata de aceite de carbón, terminaron sumados a su leyenda, la historia, a medio camino entre lo real y lo maravilloso, de un cuerdo de remate que hilvanaba décimas sin ínfulas de trascendencia y cuya más persistente obsesión, acaso la única, quedó incumplida para siempre jamás: “No se ocupen, carajo, que mi hora llega”.
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