No tengo la certeza histórica, pero me atrevería a asegurar que ni Federico Mialhe ni Eduardo Laplante, los franceses más deslumbrados por las ciudades en ciernes de esta isla, estuvieron nunca en la villa del Espíritu Santo.
O no les llamó para nada la atención, o no la consideraron digna de figurar en sus grabados, o ningún espirituano de entonces se molestó en subirlos a la Loma del Obispo, ese promontorio desde donde -intuyo- puede verse el villorrio con todos sus recovecos laberínticos.
Esa falta de testimonio en las litografías del siglo XIX -o esta poca pericia mía para buscarlo- es acaso un signo de las marismas en que la ciudad se ha debatido siempre, somnolienta y desmotivada, y debe ser también la causa de que la doctora Alicia García Santana y el fotógrafo Julio Larramendi no hayan podido comenzar el capítulo dedicado a Sancti Spíritus de su libro Las primeras villas de Cuba con una imagen citadina de los grabadores de antaño.
Hasta la proscrita Remedios, feudo personal de Vasco Porcallo de Figueroa recién incluido en el selecto club de los poblados primigenios; hasta ese sitio célebre por sus parrandas y por la pelea cubana contra los demonios figura en el texto de Santana y Larramendi con una vista de su plaza incluida por Mialhe en el Álbum pintoresco de la isla de Cuba, muy pintorescos deben parecerle todavía nuestros pueblos a no pocos franceses.
Sin embargo, de Sancti Spíritus, la ciudad que fue movida de su emplazamiento original en las márgenes del río Tuinucú “para que las hormigas no le horadaran el ombligo a los recién nacidos”, la más medieval de las poblaciones primitivas, no aparece el más mínimo rastro en las litografías decimonónicas.
Para disimular la ausencia -¿decir tinieblas, decir jamás?-, Alicia y Julio colocaron la vista general que Mialhe tomara de una vega de tabaco: en primer plano, los dueños a caballo; detrás, los esclavos inclinados sobre las hojas, un bohío muy poco parecido a la vivienda campestre tradicional y dos palmas desproporcionadas, una de las cuales amenaza con dejar caer sus pencas sobre el techo de la estancia. Un paisaje improbable por sus cuatro costados, no solo porque las vegas eran en aquella época -como ahora- un negocio en esencia familiar y de hombres libres voluntariamente contratados, sino sobre todo por el ambiente pastoril, casi onírico, en el que las palmas no lucen sino como arbustos de feria.
Nada en esa litografía permite atisbar la riqueza arquitectónica de Sancti Spíritus: su catedral mudéjar -los espirituanos estarán de plácemes con mis hipérboles-; la silueta de la Iglesia de la Caridad, primera ermita erigida en honor a la virgen fuera de El Cobre; la otrora Plaza de Armas, sus mansiones de puntal alto, el puente monumental sobre un río que no lo merece.
Otro día de seguro habré de escribir sobre Las primeras villas de Cuba, esa joya bibliográfica que me fue prestada y que me muero por tener solo para mí -puedo llegar a ser egoísta con las cosas que quiero: los libros, el café-.
Por lo pronto, no puedo evitar reprocharle a Alicia García y Julio Larramendi el haber introducido en el texto a Sancti Spíritus como lo que en realidad es: una ciudad de campo sin más referentes litográficos que una desfigurada y genérica vega de tabaco.
Ahora que lo pienso mejor, a ellos no: a Mialhe, a Laplante, o a los espirituanos de entonces, que en un rapto de abulia tan común por estos lares no emprendieron loma arriba, por las costillas de ningún promontorio, para deslumbrarse desde las alturas con esta ciudad de ensueño.
Escambray se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social, así como los que no guarden relación con el tema en cuestión.