En el contexto de la Jornada por la Cultura cubana, los jóvenes creadores de la isla buscan revolucionar los caminos del arte.
La Cultura cubana entendida así, en mayúscula, no nació justamente cuando Perucho Figueredo, sobre la montura de su caballo —según la versión más extendida y romántica del suceso—, escribió en folios desperdigados y diseminó como pólvora la letra de La Bayamesa, marcha que habría de convertirse, a la postre, en nuestro Himno Nacional.
Ni siquiera ese hecho fundacional, de tremendísimo valor simbólico, hubiese sido más que una escaramuza de ocasión si no lo hubieran antecedido décadas, siglos incluso, de una búsqueda incesante de lo cubano; poco habría significado para esta isla el 20 de octubre de 1868 si la muchedumbre hubiese coreado, de dientes para afuera, “que morir por la Patria, es vivir”.
Se convirtió en el Himno Nacional porque el pueblo lo hizo suyo, no viceversa; lo cual es una señal inequívoca de que solo perdura lo que consagra la voluntad colectiva y de que precisamente eso, el origen popular de nuestra Cultura, ha de celebrarse, más que con una jornada al año, con la batalla campal y casi titánica por la permanencia.
Permanencia que no significa, en modo alguno, inmovilismo: tanto se ha transfigurado la cultura nacional como las circunstancias mismas del cubano, de modo que a estas alturas difícilmente se podría desenredar la inextricable madeja de los orígenes y culpar a determinada etapa histórica por tal o más cual rasgo identitario.
La sociedad cambia y, con ella, la Cultura; verdad de Perogrullo que basta, sin embargo, para explicar el debate al que asiste por estos días el corpus artístico de la nación: de un lado, las políticas culturales enraizadas durante décadas —la enseñanza del arte al alcance de todos, la gratuidad o bajos costos de los espectáculos, el rechazo a la banalidad—; de otro, las inevitables variaciones que en el panorama cultural han impuesto las coyunturas económicas de los tiempos que corren.
¿Cómo conciliar la rentabilidad con el goce estético? ¿Sobrevivirán las manifestaciones artísticas que no figuran en la preferencia de las grandes mayorías? Proyecto cultural que no produzca dividendos, ¿estará condenado al descalabro?
Frente a semejantes inquietudes se dirimen los intelectuales y artistas cubanos: los pilares de nuestra Cultura —esos que el pueblo suele llamar “las vacas sagradas”—, desde las instituciones, los medios de prensa y demás recintos legitimados; los jóvenes creadores recién llegados a las lides del arte, desde las calles y cualquier espacio informal que se avenga a sus estéticas, tanto las más ortodoxas como las menos convencionales.
Buscar nuevos cauces a la creación artística es, en definitiva, el propósito de todos, aunque resultan los jóvenes los más interesados en encontrarlos ya, no solo por la impaciencia tan típica de la juventud, sino porque de tales derroteros dependen, en buena medida, los modos futuros de concebir el arte.
Los noveles creadores lo saben, y por ello se han venido reuniendo durante meses como parte del proceso orgánico promovido por la Asociación Hermanos Saíz (AHS) para dar voz a sus afiliados.
Los debates suscitados en las asambleas de células y secciones en todos los territorios y, finalmente, en la sesión plenaria del II Congreso que concluye hoy en predios capitalinos deberán redundar, si los acuerdos del cónclave no terminan apolillados en alguna gaveta, en un panorama más propicio al arte joven, más abierto a los aires de cambio que tanto piden los miembros de la AHS.
El concepto mismo de “pedir” tendrá que desaparecer, necesariamente, del discurso y el quehacer cotidiano de los jóvenes creadores cubanos, porque denota una conducta pasiva, una tendencia a esperar por la venia de las instituciones que conceden o no, en dependencia de sus agendas y presupuestos.
Si para algo deberá servir este Congreso de la AHS es para que sus afiliados terminen de comprender la urgencia de subvertir el orden —a ratos desfasado— de esas mismas instituciones; al menos así se constató en todos los intercambios, desde los municipios hasta el trabajo en comisiones de la cita habanera: que se impone solucionar, de una buena vez, el tan cacareado divorcio entre las formas ortopédicas de concebir el arte y las más irreverentes manifestaciones de la contemporaneidad.
Para ello habrá que confiar más en los jóvenes, contar con su parecer y su obra —eso sí: de cada cual, según su talento— a la hora de diseñar las políticas culturales, de manera que no continúen siendo ese rebaño de incomprendidos que las instituciones miran con desdén sin atreverse a darles las riendas.
De cualquier forma, terminarán por imponerse en el concierto de la Cultura cubana, ya sea gracias al diálogo cordial y enriquecedor entre generaciones o por el inexorable paso del tiempo; un escenario no tan lejano que describió, con el gracejo propio de la genialidad popular, una espirituana frente a un concierto organizado por la AHS: “Y pensar que esos peluítos van a ser los Miguel Barnet y los Abel Prieto de Cuba en unos cuantos años”.
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