El recibimiento a Capriles, el amago de ingreso en la OTAN y el reforzamiento de la alianza del Pacífico disparan las aprensiones en el subcontinente.
La palabra torpedear no solo tiene que ver con submarinos, buques de superficie y ambientes marinos, sino que se usa cada vez más en política y geopolítica. En este sentido, las tres últimas acciones internacionales del presidente colombiano Juan Manuel Santos equivalen a un torpedeamiento intencional de las relaciones con Venezuela y el proceso de integración latinoamericano.
Porque el recibimiento en Nariño al derrotado candidato ultraderechista Enrique Capriles, la celebración de una importante cumbre de la neoliberal Alianza del Pacífico (AP) en Cali y, por último, la anunciada intención de sumarse al agresivo bloque militarista de la OTAN, supeditado a los Estados Unidos -luego negada- son muestras de una línea de conducta sistémica.
Y ello porque se trata de hechos deliberados, entre los cuales, al menos uno le puede acarrear serias complicaciones al único país suramericano con costas al Atlántico y el Pacífico, como por ejemplo volver a traer la incertidumbre en su frontera oriental y perder el superávit comercial de cerca de 2000 millones de dólares que hoy tiene en su comercio con los morochos, generando desempleo y agudizando la situación económica -y política- interna.
Porque, visto en perspectiva, a Venezuela no le sería difícil trasladar las importaciones de alimentos y productos industriales que hoy hace en Colombia, para sus socios en el MERCOSUR, lo que ayudaría a reforzar económicamente esa agrupación, formada además por Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay, a los que pronto se sumarán Bolivia y Ecuador.
Pero es que, con sus actos del todo irresponsables, Santos le serrucha el piso al delicado proceso de paz que Bogotá desarrolla con las FARC-EP en La Habana, al enajenarse de un lado el apoyo de Venezuela, uno de los facilitadores, y adoptar decisiones que van contra los principios y la línea política expresados por la dirigencia de la guerrilla colombiana.
Como algunos recuerdan, se empieza a cumplir el presagio suscitado por la carta de pésame enviada por el presidente Santos al pueblo de Venezuela a raíz del fallecimiento de Chávez, cuando expresó su disposición a contribuir a una hipotética “transición democrática” en ese país, “en paz y tranquilidad”, ahora que faltaba el líder máximo de ese proceso.
¿De qué transición democrática se podía estar hablando en la nación donde más medidas de beneficio social –y más elecciones- se han realizado en este continente desde hace 14 años? ¿Por qué Juan Manuel Santos no contribuye a impulsar en Colombia -el país por excelencia del narcotráfico, los paramilitares y las decenas de miles de asesinatos- una transición hacia la verdadera democracia?
Las respuestas son obvias. Si las negociaciones de paz con las FARC-EP continúan navegando hacia puerto seguro, ello favorecería el proceso de integración que actualmente se desarrolla en la región, y todo parece indicar que los propósitos de Santos, en estrecho contubernio con Washington, persiguen precisamente lo contrario.
De ahí los objetivos reales de la Alianza del Pacífico, fundada por Colombia, Perú Chile y México, centrada en parte en impulsar la colaboración neoliberal en el área y rescatar el ALCA, aunque hoy por hoy su propósito prioritario es servir de caballo de Troya a los Estados Unidos para desarticular el proceso de integración entre nuestros pueblos y dar al traste con los gobiernos progresistas.
De la importancia que Washington le concede a esa “Santa” Alianza retrógrada, dan fe sus siete cumbres en un plazo muy breve, la última en Cali, bajo la férula de su anfitrión: Juan Manuel Santos, lo que llevó al politólogo argentino Atilio Borón, a preguntarse:
“¿Qué explicación tiene que países como España, Australia, y Japón, que hoy día poseen el estatus de observadores, hayan declarado que solicitarán su adhesión para convertirse en miembros plenos de la AP durante el 2013?» Eso, de por sí indica la magnitud de la urdimbre de esta quinta columna, que evidencia devenir confabulación internacional de la derecha.
Tales aprensiones las pueden ilustrar las recientes visitas al área, de Joseph Biden, el vicepresidente yanqui, y de Roger Noriega, exfuncionario del Departamento de Estado, quien estuvo en Colombia por los días del encuentro de Cali, al parecer tejiendo la conjura que ahora sale a flote con las “iniciativas” de Santos.
Pero hay más. Se confirmó que Santos aspira a la reelección enlas elecciones del 2014 y existía la opinión bastante generalizada de que sus posibilidades dependían de los resultados que se obtuvieran con las FARC en las tratativas de paz en La Habana.
Ahora se dice que las últimas acciones del Presidente están encaminadas a ganar apoyo en la oligarquía colombiana y especialmente en el entorno del ex mandatario Álvaro Uribe Vélez, con un fuerte aparato político, pero envuelto en escándalos que impedirían su candidatura al menos por el momento.
Si en Colombia existiese verdadera democracia participativa y no un estado clientelar erigido sobre el chantaje, la corrupción y el crimen, Santos nunca podría lograr la reelección por la vía de las urnas en un país con cientos de miles de desplazados por la guerra, de viudas y huérfanos incontables a manos de los escuadrones de la muerte, y la violencia del Ejército, sostén de la oligarquía nativa.
En lo que toca a la OTAN, el Presidente acaba de hacer el ridículo cuando la dirección de esa cofradía agresiva desautorizó sus palabras sobre un posible ingreso, por razones “geográficas”, y en lo que atañe a la Alianza del Pacífico, esta tiene la fragilidad de las históricamente difíciles relaciones entre dos de sus miembros: Perú y Chile, enfrentados por disputas territoriales.
Otro importante punto en contra de la AP es la enorme y creciente dependencia de esas dos naciones del comercio y los empréstitos chinos, lo que por lógica –y por fortuna- ejercerá presión sobre ellos a tenor de las relaciones estratégicas que sostiene Beijing con la CELAC, la UNASUR, y el ALBA. Una potencia mundial –lo demuestra la práctica- no suele actuar en contra de sus intereses.
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