Durante casi una década Osvani Torres Ramírez ha experimentado los prodigios del Centro Provincial de Equinoterapia.
El Pichi no habla con fluidez, pero canta -en su idioma y micrófono en mano- cualquier estribillo de moda. Apenas distingue los objetos, pero sabe, sin ver, quiénes pasan a diario frente a su casa. Todavía no camina, pero desde hace algún tiempo se sostiene de pie en la reja del balcón. Tiene nueve años.
Antes, cuando habían pasado exactamente 25 días de su nacimiento, una meningoencefalitis bacteriana le tatuaría no pocas secuelas: una cuadriparesia espástica y una atrofia óptica bilateral. Así le nombran en la terminología médica y lo repite Marlys Ramírez Camejo, su mamá, aunque bien sepa que tales diagnósticos, más allá de sus enrevesados nombres, duelen por sus condenas: la inmovilidad de manos y pies y una escasa visión que ha logrado recuperarse de a poco con el paso de los años.
Todo cambió el día aquel en que, aún de pañales y con solo cinco meses, lo ensillaron en el lomo de un caballo en el Centro Provincial de Equinoterapia. A San Pablo, ese costado de Banao donde vivían, le habían llegado a Marlys los ecos de una terapia efectiva sin muchas explicaciones científicas. Le habían dicho que los caballos logran trasmitirle al cerebro de quien cabalga su temperatura de 38 grados Celsius, su impulso rítmico, su patrón de locomoción, la tridimensionalidad de su movimiento, que se usan para rehabilitar no pocas discapacidades… y desde entonces apostó por esa suerte de cura al trote que se ha extendido hasta los días de hoy.
Y las sospechas fueron convirtiéndose en certidumbres. No solo fue el caballo; también las distintas terapias con el equipo multidisciplinario del centro -que incluye fisiatras, terapistas ocupacionales, logopeda, equinoterapistas…- y el seguimiento médico de varias especialidades hicieron los prodigios. Lo había empezado a aquilatar Marlys desde que comenzó a sostenerse de modo firme la pequeña cabeza del niño, a mejorar su postura y su atención; mas, sería solo el principio, porque en verdad lo supo de golpe esa mañana, al cabo de dos años, cuando escuchó por vez primera aquel “mamá” tan ansiado.
Sin embargo, aquellas cabalgatas diarias no solo le devolverían ese balbuceo que ya hilvana frases hasta para pedir con vehemencia, apenas amanece: “Pon el DVD”; le permitirían recobrar también la movilidad y la utilidad de las manos y la firmeza de unas piernas que no pueden andar todavía, pero que al menos le posibilitan mantenerse en pie.
Acaso esa es la única deuda que mantiene en vilo tanta persistencia. “No dejo de ir ni un día a la equinoterapia, esa ha sido para él la mejor medicina; no solo por el tratamiento, sino porque los que trabajan allí son muy dedicados, maravillosos y a ellos también les agradezco cada avance de mi hijo. Solo le falta caminar; pero espero que cualquier día lo haga”, confiesa Marlys sin poder disimular ese orgullo materno ante los escollos sorteados.
Y a ratos hasta puede que se pellizque para creerse tantos adelantos. El Pichi, como lo bautizaron a mimos casi desde que vino al mundo, ya no es el niño aquel que cabalga con temor, prácticamente inmóvil encima de la montura; basta mirarlo sentado frente al televisor mientras tararea el estribillo de una canción.
Allí mismo, en medio de la sala, con el micrófono en la mano y en su lenguaje revela el nombre de pila: “Osvani Torres Ramírez” -dice atropelladamente-, aunque intuyo que prefiere que lo llamen El Pichi.
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