Oscar Fernández Morera ratifica el título de hijo predilecto de la ciudad del Yayabo siempre que hablamos sobre arte y artistas espirituanos.
(Por: Maikel José Rodríguez Calviño)
Cualquier oportunidad es idónea para rendir homenaje a Oscar Fernández Morera, una de las figuras cimeras en el panorama artístico espirituano de siempre. Y más ahora, tras la organización, bajo un nuevo proyecto curatorial, del amplio grupo de óleos sobre lienzo y madera que integran la muestra permanente del pintor, atesoradas en su antigua casa solariega, actual Galería de Arte.
La nueva curaduría, defendida por los especialistas Alián Martínez, Arián Dartayet y Alexander Hernández Chang, agrupa los trabajos de Morera en tres núcleos fundamentales, uno por sala: retratos y figuras humanas, paisaje citadino, paisaje campestre y de interior, y bodegones, figuras de animales y naturalezas muertas.
Para entender en su justa dimensión el papel de Fernández Morera en la historia de la plástica espirituana es necesaria una lectura plural que lo valore como artista autodidacta, creador por encargo y renovador estético. Las más de 1 000 obras que produjo se debaten entre la complacencia de un público interesado por el pintoresquismo a ultranza y la búsqueda de valores formales que, aun distantes en tiempo y espacio, supo aprehender e incorporar a gran parte de su trabajo.
El dibujo de Morera destaca por su fuerza y nitidez. Más que el simple regodeo en motivos cotidianos o rurales, las naturalezas muertas de los años 20 buscan el rejuego constante entre formas y superficies que armonizan entre sí, devolviendo composiciones donde priman la quietud y el silencio. En cambio, los paisajes citadinos de las décadas del 30 y el 40 mucho deben al impulso renovador que introdujeron los pintores del Cambio de Siglo cubano, interesados en experimentar con luces, sombras y tonos a partir de las propuestas estéticas introducidas por la paisajística impresionista de Monet, Pissarro y Seurat. En este momento, la cruda luz del trópico hace entrada en el universo del pintor para devorar detalles y líneas de contorno, transformando los edificios más representativos de la ciudad en una polifonía cromática donde priman los tonos apastelados.
Al revisitar piezas como Los cocos (1919), Naranjos en catauro (1920) y Naturaleza muerta con frutas y jamón (1929), brotan puntos de contacto con trabajos de Juan Gil García, un cubano-español que explotó las posibilidades expresivas de las flores y las frutas cubanas en su máximo esplendor. Si, por el contrario, contemplamos Patio del Museo Colonial (1937) o Escalinata del Acueducto (1943), es fácil remitirse a los paisajes efervescentes del habanero Domingo Ramos, quien hizo del Valle de Viñales un motivo recurrente para la experimentación técnica y el uso del color bajo el traslúcido influjo de la atmósfera insular.
Aunque no gozó de un sitio protagónico entre los consagrados de su tiempo, ni fue “tocado” por la onda expansiva de la Vanguardia cubana, Fernández Morera ratifica el título de hijo predilecto de la ciudad siempre que hablamos sobre arte y artistas espirituanos. Dibujante, ilustrador, retratista, fiel observador de la naturaleza y de nuestras riquezas arquitectónicas; a pesar de su ostracismo vital, del tenaz apego a la tierra que le vio nacer, fue un auténtico pintor, capaz de articular una obra rica en matices y rigor académico, en silenciosa comunión con otros exponentes del panorama plástico cubano que le fueron contemporáneos, tal y como demuestran el amplio número de piezas, ejecutadas por él, que aún hoy enaltecen las artes plásticas espirituanas.
Escambray se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social, así como los que no guarden relación con el tema en cuestión.