Acampado en el central Narcisa, el General en Jefe Máximo Gómez asistió a los últimos estertores del dominio español en Cuba y vio su salida de Yaguajay.
Ríos de sangre y sufrimientos sin fin habían tenido que ver los cansados ojos del Generalísimo Máximo Gómez antes de presenciar aquella mañana del 23 de noviembre de 1898 la salida de las derrotadas huestes españolas del pueblo de Yaguajay, que el Mayor Guerrillero de América —como alguien lo había bautizado— procedió a ocupar con sus fuerzas.
Situación especialmente extraña la que había vivido hasta entonces aquel Napoleón de las guerrillas al ser testigo de la permanencia en ese pueblo del norte espirituano, a lo largo de varios meses, de las tropas enemigas, por obra y gracia de los acuerdos dimanados de la intervención de un tercero no invitado en la contienda: los Estados Unidos de América.
En abril ha conocido Gómez en campaña la noticia de la entrada de la potencia norteña en la guerra contra Iberia, pero lo confortante que debió resultarle esa buena nueva se disipó pronto al conjuro de las acciones negativas que el aliado postizo no tardaría en cometer.
La máxima autoridad militar de Cuba insurrecta esperó en vano de Washington el reconocimiento de beligerancia al Gobierno de la República en Armas y al Ejército Libertador. Muy por el contrario, los generales Shafter y Sampson —jefes del cuerpo expedicionario y de la flota de operaciones, respectivamente— ignoraron la autoridad del Generalísimo, y coordinaron directamente con el Lugarteniente General Calixto García, pidiendo su cooperación para la vital campaña de Oriente, lo que el Gobierno insurrecto tuvo que aceptar. En el fondo, la aviesa intención era humillar y crear divisiones en el bando cubano.
El 19 de agosto recibe el General en Jefe en Punta Alegre la grata noticia de «la confirmación de la paz entre España y los Estados Unidos; y el reconocimiento de la independencia de Cuba», pero sus sentimientos son contradictorios, pues junto al alborozo que le produce el fin de la guerra siente pesar por el país arruinado y tanta sangre derramada.
Sobre el particular anotó el dominicano en su Diario de Campaña cuando se movía entre Punta Alegre y Santa Teresa, lugares en los que hace campamento: “Se ha firmado la paz, es cierto, pero también lo es que fue una lástima que los hombres del norte, largo tiempo indiferentes contemplaran el asesinato de un pueblo noble, heroico y rico”.
El 26 de agosto Gómez se queja en carta al delegado del Partido Revolucionario Cubano (PRC) en los Estados Unidos, Tomás Estrada Palma, de haber sido ignorado y desatendido por los norteamericanos.
Desde el día 25 el Generalísimo se ha puesto en marcha y llega el 29 a Yaguajay. Apunta en su diario: “Los españoles ocupan las poblaciones y los cubanos permanecemos aún por los campos sin pan ni más asilo que el que nos brindan los bosques. Es la situación más humilde, casi humillante a que se ha condenado este pueblo noble y heroico”.
Decidido el armisticio, Máximo Gómez y sus hombres se dirigen al norte del territorio villareño, adonde llegan el 28 de agosto pasando por Las Delicias y Nuevas de Jobosí, y de ahí a los montes de Jobo Rosado, para continuar al día siguiente hasta el campamento del Brigadier González Planas en un lugar llamado Sitio de Vianda.
Finalmente, se encaminan al antiguo asentamiento del ingenio Boffill, a unos 3 kilómetros al noroeste del pueblo de Yaguajay, donde el señor Don Mariano C. Artiz, dueño del central Narcisa, ordena construirles una instalación que sirva de Cuartel General a Gómez y su Estado Mayor.
Son días muy duros en que las emociones encontradas marcan el alma del guerrero. La fértil naturaleza del lugar y el verdor esplendente del follaje no pueden ocultar la miseria que los rodea. El pueblo se muere de hambre, no hay medicamentos ni ropa que ofrecerles a aquellos desvalidos que vienen al campamento de los libertadores casi desnudos en busca de ayuda.
No resulta mejor la situación del viejo luchador y de los suyos, muchos de ellos heridos o enfermos, obligados no pocas veces a completar el rancho del día con caña de azúcar. La Reconcentración weyleriana y el subsiguiente bloqueo naval estadounidense son los responsables directos de aquellas calamidades.
Gómez hace todo tipo de gestiones por medio de jefes y gente influyente en la zona y en Caibarién y Remedios, para que requieran la cooperación de los comerciantes con algún préstamo o donativo, pero lo que se recibe nunca es suficiente. También busca apoyo en la capital y de las autoridades norteamericanas para paliar el difícil trance en que se encuentran.
Con tal motivo —escribe en su diario— “he enviado comisionado con pliego importante para La Habana, al Alcalde de Yaguajay, R. Seigle”. Poco después, ante los escasos resultados de la gestión, manda al General Rafael Rodríguez a tramitar con la Comisión Americana la remisión de recursos para la población y para sus tropas.
Cansado de la poca atención tributada a sus reclamos, Máximo Gómez decidió dirigirse directamente al presidente norteamericano William McKinley a través de un emisario, el teniente Conill, quien debía entregar la carta de solicitud a Tomás Estrada Palma o Gonzalo de Quesada para que la hicieran llegar al mandatario que, una vez enterado, prometió enviar ayuda alimentaria al pueblo cubano.
Entretanto, no todo son pesares. Continuamente vienen al Cuartel General devotos patriotas, ciudadanos y señoritas distinguidas de la sociedad local en Yaguajay, Caibarién y Remedios, quienes traen su simpatía desbordada, su gratitud y algunos presentes.
En los primeros días de septiembre el General en Jefe ha organizado en el batey del Central Narcisa una ceremonia para realizar el izamiento oficial de la enseña nacional, acto que ha revestido de la mayor solemnidad posible. Del 18 al 21 de noviembre el pueblo festeja allí el cumpleaños de Máximo Gómez con bailes, bautizos y música a cargo de la banda del IV Cuerpo del Ejército Libertador que desde Caibarién les envía el General Carrillo.
El 23 de noviembre salen por fin los españoles de Yaguajay, y Gómez ordena ocuparlo a un piquete de caballería al mando del Coronel Rafael Tristá. El Generalísimo no se apura y solo el 3 de diciembre entra en la población en medio de la alegría contagiosa de la gente. Va acompañado de varias señoritas que ha invitado. Quiere así evitar darle a ese suceso significación oficial «pues eso correspondería a los norteamericanos».
Quizá él aún no lo sepa, pero el 9 de septiembre el exjefe de las fuerzas españolas en Santiago de Cuba, general Linares, ha declarado al Heraldo de Madrid que sin la ayuda de los cubanos los norteamericanos nunca hubiesen podido desembarcar en el Oriente de la isla, donde en realidad se decidió la contienda.
En el resto del territorio nacional —vale apuntarlo— la acción de las tropas terrestres norteamericanas ha sido prácticamente nula, mientras las insurrectas redoblaban sus acciones sobre las guarniciones y vías de comunicación, para contribuir grandemente al colapso final de Iberia.
DICIEMBRE SENTIMENTAL
En contraste con la jornada alegre del día 3, cuando su presencia de pocas horas en Yaguajay fue detonante de fiestas y jolgorio, su retorno el 7 de diciembre a la localidad estuvo marcado por la tristeza y el luto más profundos al cumplirse dos años de la muerte de su compañero de lucha Antonio Maceo Grajales, y de su hijo Francisco Gómez Toro, en el infausto lance en Punta Brava.
Para rendir tributo a los dos mártires gloriosos, tan caros a su espíritu, Gómez ordena organizar un acto —quizá el único en la isla en esa fecha— que sienta pauta de seriedad y solemnidad.
Pero la vida sigue. Los acontecimientos se precipitan. Pronto conoce el General que el 10 de diciembre se ha firmado en la capital francesa el llamado Tratado de París entre los Estados Unidos y España, estableciendo la conclusión formal de la Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana, sin que Cuba estuviera representada.
Con la nueva amargura royéndole el alma, a pocos días de emprender el periplo que lo llevará a La Habana, emite Gómez la Proclama de Narcisa, y el 29 del propio mes, suscribe la Proclama de Yaguajay, documentos más bien simbólicos, aleccionadores, acerca de cómo correspondería actuar en el futuro a este pueblo que siente suyo y por el cual han muerto de bala o de enfermedad en el monte varios de su sangre.
Pero ahí entre líneas está la censura al socio interesado, al hampón insaciable que ha dejado sufrir un calvario a su vecino pobre y extenuado, hasta que creyó llegado el momento de apurarse porque la ansiada “fruta”, madurada por el valor y el coraje de los propios, pareció alejarse definitivamente de sus ávidas manos.
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