Lamadrid ha preferido trocar los falsos relumbres de la gloria por el trabajo de promoción cultural, descubriendo y potenciando la pintura popular espirituana.
De ojos transparentes y nariz mitológica, suelo compararlo con aquellos pintores de domingo que abandonaban el bucólico Montmartre para retratar su musa de turno a orillas del Sena. Lo recuerdo deambulando por el grisáceo corredor del antiguo convento de Los Mercedarios, en los altos del boquete del Coco, donde radicó el primer Taller de Artes Plásticas que tuvo Sancti Spíritus.
Allí, amén de compartir oficio y pitanza con El Monje, solía inclinarse sobre el hombro de los estudiantes para corregir el trazo impreciso con alguna recomendación oportuna, o ajustaba el sempiterno bodegón frente a las mesas de dibujo para que la luz hiriera cuerpos y espacio, desplegando un complicado juego de sombras que solo los discípulos más osados intentaban llevar a la cartulina.
Remberto Lamadrid es viejo y sabio como la esfinge tebana. Maestro de generaciones, graduado de la Escuela Nacional de Instructores de Arte en 1965, investigador y pintor naif, los espirituanos aún tenemos la dicha de verlo recorrer las calles donde tantas veces ha imaginado sus girasoles al óleo, o aquellos hongos imposibles, hijos del calor y el aguarrás, que bajo el fiero tabardillo irradian esporas de color al impoluto cuerpo del lienzo.
Rendirle tributo en poco menos de dos cuartillas es casi imposible. ¿Cómo agradecer su constante labor educativa, sus desvelos frente al estoico caballete, la sencillez con que acogió a tantos artífices yayaberos, consagrados hoy, y abrió para ellos las puertas de la belleza? ¿Cómo estrechar desde la tinta y el papel sus manos de árbol añejo, de viajero incansable por los dominios del sueño? ¿Cómo asir su quijotesca figura, si parece brotar de un tiempo donde vida y pintura eran la misma cosa, y pasa a nuestro lado como un fantasma taciturno, llevando consigo los secretos, anhelos o desdichas de aquellos grandes incomprendidos que se embriagaron de ajenjo y libertad en las calles parisinas a principios del siglo pasado?
Ajeno a las confusas dinámicas del mercado de arte, huérfano de grandes exposiciones o catálogos lujosos, Lamadrid ha preferido trocar los falsos relumbres de la gloria por el trabajo de promoción cultural, descubriendo y potenciando la pintura popular espirituana, dando voz a esa plástica muchas veces anónima, casi siempre sincera, que nace del alma y nos llega libre de las imposturas técnicas y conceptuales que impone la academia.
El Lama, como le decimos con cariño y respeto, solo detiene su paso ante un cigarro y una buena taza de café, que degusta con parsimonia, como si en ello le fuera el aliento. Para suerte nuestra, verlo sigue siendo una fiesta innombrable, y abrazarlo, un feliz encuentro con la indeleble pátina de todo lo bueno y lo antiguo que puede albergar nuestra ciudad.
Es él, sin lugar a dudas, nuestro último bohemio: único ejemplar que aún conservamos de esa legendaria raza, casi extinta en la actualidad, capaz de transformar óleos y telas en un deslumbrante mapa del corazón humano.
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