Con más de 50 años dedicados al arte, el Pintor de la Ciudad recrea sitios imaginados de la villa.
No soy supersticiosa, pero tampoco devota de segundas partes. Así que cruzo los dedos antes de marcar el teléfono y concertar la entrevista.
-El miércoles, a las dos, ¿le parece bien?
-Claro, nos vemos aquí, en mi casa.
– ¿Y usted no duerme la siesta?
– ¡Qué va, eso es cosa de viejos! -sonreímos y sellamos el pacto.
Así que estoy allí, poco antes de las dos del miércoles, escaleras arriba de la casa con el número 41 de la espirituana calle Maceo, camino a la segunda conversación de mi vida con Antonio Díaz Rodríguez. Han pasado 15 años desde que emprendiéramos juntos una aventura radial que casi me estrenaba como periodista con un nombre que no olvidaré: Identidad. Mas todo parece igual: la imagen del hombre que me recibe a la puerta, los cuadros en la pared, el refresco de bienvenida. Esta vez, solo una condición: soslayar temas trillados.
Estamos en un sencillo cuarto-taller donde transcurre a menudo la mitad de los días del artista. Ahora mismo cobran vida tres o cuatro cuadros con un Leitmotiv inalterable: tejas, paisajes, tonos sepias más o menos intensos. Allí, una casita colonial; aquí, un círculo de luz que da paso a la ola de techos contrastados, regalo para los ojos que sale de las manos autodidactas del artista quien, asegura, jamás recibió clase alguna para aprender los secretos del arte, salvo las lecciones que a retazos deja la vida.
“No soy un esclavo de mi obra -define con vehemencia-, pinto cuando tengo deseos. Me gusta pintar por las mañanas y después cuando ya comienza a declinar la tarde. Soy de los que piensan que el artista no puede ser un mero comerciante. Hay una frase de Picasso que a mí me gusta mucho, dice: ‘Yo vendo lo que pinto, no pinto para vender’.
Pero también vende, si no tendría un almacén de obras…
“Claro, un almacén enorme, no cabrían las obras y los estómagos vacíos no pueden estar, tú sabes cómo está la Plaza…”.
Por 26 años, sin embargo, Antonio cedió parte de su tiempo y sus energías a una empresa “por la que no devengaba un centavo”: la presidencia de la Filial Provincial de Artes Plásticas de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). “No me arrepiento -dice-, lo que pienso es que le robé muchos años a la creación; si te digo que he pintado un número de cuadros, hubiera podido pintar el doble; pero no, no me arrepiento -insiste- porque soy también un promotor cultural, un amante de la cultura espirituana”.
¿Quién lo duda? No por casualidad decidió fundar eventos como el Salón de Paisajes, el Regional de la UNEAC y el de Pequeño Formato, que en sus buenos tiempos congregaron aquí, al igual que el Salón Oscar Fernández Morera, a creadores -renombrados unos, noveles otros- con un deseo común: exponer, confrontar, trascender.
“Eran una atracción para los artistas. Yo viví las mejores etapas de los salones de Artes Plásticas en Sancti Spíritus. Recuerdo que cuando surgió el Fernández Morera la participación era enorme…
Sin embargo, con el tiempo han decaído notablemente, el poder de convocatoria ya no surte el mismo efecto”.
¿A qué atribuye usted esa desmotivación, esa apatía que ronda los salones?
“En primer lugar, hubo una etapa en que la convocatoria se hacía un poco restringida, en el sentido de que se ponían ciertos parámetros y el artista que no se inscribiera dentro del arte contemporáneo como tal no podía participar, no aceptaban su obra. Y yo me pregunto: ¿todo lo que se haga en estos momentos no es contemporáneo?
“Eso trajo mucha desmotivación y los artistas empezaron a retraerse y a no participar porque es muy desagradable que tú mandes a un salón una obra de peso y que sea rechazada, fue una política que se siguió durante un tiempo y que yo combatí mucho, discutí mucho con quienes la estaban llevando a cabo; les dije: van a matar los salones, van a matar los salones… Y efectivamente, la gente dejó de participar, actualmente ves que no están presentes en un salón la mayoría de los creadores que tienen un nombre en esta provincia”.
Tose, medita y vuelve a la carga: “Hay otra cosa, hubo un momento en que los salones tenían premios en efectivo muy buenos. Y hay una realidad, si el artista realiza una obra y tiene la posibilidad de venderla, se la quieren comprar, ¿crees que la va a mandar a un salón donde quizás reciba como premio un diploma? Porque hay que pensar en las épocas, y no es que los artistas estén metalizados, es el contexto de las necesidades económicas que también viven; los materiales son caros, 1 metro de lienzo para pintar lo menos que te cuesta es 6 dólares.
“Ah, este año tampoco se celebró el Salón de la Ciudad, se hizo una exposición retrospectiva, algo que está muy bien, pero se perdió la oportunidad de confrontación de los artistas, por las razones que sea, creo que es un error”.
Aun cuando ello constituye una dialéctica natural e, incluso, necesaria, ¿no aprecia usted también cierto divorcio generacional?
“Bueno, si eso existe, creo que nunca va a ser de los más viejos hacia los más nuevos, creo que más bien los más nuevos no quieren admitir a los más viejos a veces. Nadie puede pensar así, para que haya hijos debe haber padres que constituyan un referente; no es para que pinten o hagan las cosas como las hacíamos nosotros. Ahora, ¿dónde entro en contradicción con algunos? Pienso que a todo hay que darle espacio, pero a todo lo bueno, a todo lo que sirva. Lo que no puedes es, por ser más moderno, más actual, darle cabida a obras que en realidad no tengan la calidad necesaria y escondan, detrás del atrevimiento, una impericia, una falta de oficio”.
En ese sentido, ¿constituye un mal augurio el cierre de la Academia de Artes Plásticas de Trinidad?
“Creo que hace mucho daño. Primero déjame decirte que siempre he pensado y afirmado que en la plástica espirituana hay un antes y un después de esa escuela, fue como una sacudida, una inyección de vida que le dieron a la plástica espirituana, porque allí comenzaron a impartir clases egresados de centros nacionales que eran muy buenos y trajeron sus obras a las exposiciones y cuando todavía era una época en que la mayoría estaba atada a lo tradicional, aquí se hicieron cosas magníficas y los salones cobraron mucha fuerza. Considero que es una decisión lamentable y la plástica espirituana es la que más la va a sentir”.
Hace poco un reconocido joven artista espirituano afirmaba: “Sancti Spíritus no es el Yayabo o el cuadrito con las tejas, es una serie de preocupaciones muy interesantes y cuestiones culturales muy dinámicas que están pasando. Sancti Spíritus es una cosa mucho más inteligente, no se puede encerrar”. ¿Qué opinión le merece tal afirmación? ¿Siente usted que encierra a Sancti Spíritus o que la distingue y simboliza legítimamente en su obra?
“Creo que tiene muchísima razón, que Sancti Spíritus es mucho más que un cuadrito de tejas; es su gente, sus tradiciones, sus calles, sus instituciones culturales; es Pensamiento, es Teofilito, es la obra de Fernández Morera, estoy de acuerdo con todo eso, pero lo que sí te puedo decir es que el que vea un cuadrito de tejas piensa en Sancti Spíritus”.
Y piensa en Antonio Díaz…
“Bueno, de cierta manera tiene que pensar en mí porque fui yo quien inició el trabajo con las tejas específicamente. Lo lamentable es cuando una obra se haga y, por muy buena que sea, no evoque nada. Pero si los cuadritos de tejas evocan a Sancti Spíritus, bienvenidos sean los cuadritos de tejas”.
¿Cómo se las arregla un artista espirituano para promover y vender su obra?
“Los artistas en Sancti Spíritus no tienen prácticamente posibilidad para vender una obra. ¿Por qué? ¿Podemos decir que el pueblo no tiene deseos de comprar una pintura de calidad? No, las personas están deseosas de colgar un buen cuadro en su casa, pero el problema es que por barato que le pongas el precio a un cuadro, resulta inaccesible a una persona que viva de un salario, así que el patrimonio se está perdiendo, casi todo está yendo para afuera. Las ambientaciones que se realizaban en otras épocas para hoteles, hospitales y otros lugares prácticamente ya no se pueden hacer. He dicho en muchísimas oportunidades que los artistas estamos sentados en el banquillo de los desempleados, no se le da un lugar al artista”.
A estas alturas de la conversación comienzo a temer repetir las interrogantes de hace 15 años. Ya me ha dicho que no presume de haber recibido la condición de Pintor de la Ciudad, que no lleva ese título como una cruz, sino con una satisfacción enorme, y que ha debido deshacerse de cuadros amados, aunque hay 10 o 12 que conserva y no cambiaría por ningún dinero del mundo. Pero en una entrevista con Antonio hay preguntas que no pueden faltar.
¿Cómo se las arregla para pintar siempre tejas y hacerlas de modo diferente?
“Casi nunca vas a ver que los cuadros míos son de un lugar específico de Sancti Spíritus; no, son techos que yo mismo voy creando, a veces están en contra de la perspectiva real, pero me gusta porque formalmente, compositivamente, me funcionan de esa manera”.
Entonces, ya no es la ciudad de Sancti Spíritus, sino su propia ciudad…
“Eso pienso, es una recreación de Sancti Spíritus. Por ejemplo, tengo un cuadro que la persona que me lo encargó me dijo: ‘Quiero que aparezca la torre de la Iglesia de la Caridad y que aparezca la Loma del Obispo’. Si vas a la realidad misma, eso no puede ser. Lo hice a mi manera; entonces es mi ciudad, el que trate de explicarse en un futuro dónde me situé se va a volver loco”.
Con 70 años, más de 50 de ellos dedicados al arte, ¿se llega a la madurez o quedan mañas por aprender?
“Me falta muchísimo, lo que pienso es que voy a llegar al final sin haberlo aprendido todo”.
¿Dónde hay más fotos (+fotos)?
Lo felicito y le transmito mi más sincero respeto porque esa es una de mis vocaciones, la cual nunca pude ejercer por falta de asesoramiento y por fatalidad geográfica ya que nací y crecí en Aridanes, Yaguajay y nunca tuve quien me guiara o me enseñara lo elemental de la pintura, aunque de vez en cuando dibujo en mi tiempo libre.