Fidel no pensó protagonizar una marcha triunfal. Lo aclaró aquel mismísimo enero. La despedida de Santiago de Cuba el día 2 apenas fue la anunciación. La imagen de los soldados del ejército de Batista, en Cautillo, Bayamo, tirando los fusiles en forma de un horno de carbón sigue prendida, igualmente, en el recuerdo de los caravanistas.
“A la entrada de Jatibonico, una multitud, sobre el paso superior del ferrocarril, aplaude y aclama —escribiría luego el Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque—.
El pueblo desbordado de alegría nos recibe a ambos lados de la carretera que atraviesa este poblado. A la salida de la ciudad, después de una curva, pasamos por el puente de hierro sobre el río Jatibonico, que marca el límite entre Camagüey y Las Villas. A ambos lados de la carretera vemos grandes extensiones de caña y en la distancia distinguimos las elevaciones de la sierra del Escambray”.
Poco a poco la hilera de carros y voces se hundió en la oscuridad del 5 de enero. “No fue fácil seguir a Sancti Spíritus pues se habían destruidos dos puentes en la Carretera Central, para impedir el traslado de las tropas de la dictadura. Nos vimos obligados a transitar por la carretera de El Majá (…)”, relataría años después Juan Nuiry Sánchez, compañero de José Antonio Echevarría y profesor universitario, quien rememoraría, además, cómo los combatientes llegaron a la ciudad por la carretera de El Jíbaro.
Cual la madre que en el dintel aguarda impaciente por la llegada de los hijos que partieron un día a capturar la libertad, Sancti Spíritus esperó a los rebeldes ese lunes. Por ello, desde que los carros asomaron las luces en el parque Serafín Sánchez el revuelo armado no ha tenido comparación hasta hoy.
Con las botas domadas por los peñascos y los trillos empinados de la Sierra, Fidel venció casi de un solo paso la escalinata de la entonces Sociedad El Progreso, sede desde hace medio siglo de la Biblioteca Provincial Rubén Martínez Villena.
Cuando salió a uno de sus balcones, serían cerca de las dos de la madrugada. Luego, sobrevino, más que un discurso, una conversación, una confidencia: “No podía ser para mí, esta ciudad de Sancti Spíritus, una ciudad más en nuestro recorrido”.
Los aplausos ahogaron la confesión de quien había andado ya medio Cuba esparciendo esperanzas, no promesas electorales; de quien no cesaba de alertar sobre los demagogos, los ambiciosos, los desertores, los oportunistas que vendrían a medrar a la sombra de los héroes. “Todos los peligros que una revolución tiene en su camino los tendremos que afrontar”, sentenció.
“¿Y Raúl?”, se aventuró a preguntar desde la muchedumbre. Y Fidel, animado por la interrogante, informó que su hermano se encontraba en el cuartel Moncada, y habló de las misiones que ese instante asumían o asumirían Juan Almeida, Ernesto Guevara, Camilo Cienfuegos, Efigenio Ameijeiras. “Lo importante ahora es que estén donde estén, cada cual se dedique a cumplir con su deber —subrayó—; lo importante es que el pueblo tenga fe y confianza en esos hombres”.
Capaz de reconocer a golpe de una mirada a los impostores, Fidel enalteció la hidalguía y la intrepidez de los combatientes espirituanos; “no son ni dos ni tres, son muchos, y muchos los oficiales que se han distinguido en esta guerra, y aquí tenemos a nuestro Comandante Félix Duque, de Sancti Spíritus, veterano de incontables combates victoriosos, autor de numerosas proezas”.
Con la voz ronca por tanta palabra lanzada a la fría madrugada, habló de las tumbas, aún cálidas, de los guerreros ausentes; sobre sus cuerpos crecería la Revolución. “Nuestro pensamiento vive solo puesto en que hay un deber que cumplir, en que hay un deber muy sagrado con los muertos”.
“Soy un hombre de fe. Hemos triunfado porque creímos en el pueblo”, dijo al borde de las 3:30 a.m. No había perdido ni un ápice de vehemencia; del uniforme verde olivo se desprendían algunas gotas traídas por la llovizna. Próximo, permanecía el chofer Alberto Vázquez García, quien conducía —por órdenes de Raúl— el vehículo donde viajaba el Comandante en Jefe desde Santiago de Cuba.
El chofer también seguía letra a letra la intervención. Y todavía hoy recuerda —como lo ha relatado— aquella larga parada en Sancti Spíritus, donde Fidel, con los pies puestos en la tierra, anunció que la Revolución no sería obra de un día, ni de dos, ni de tres. Los 55 años transcurridos no lo desmienten.
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