Más allá del criterio de Carlos Gardel de que 20 años no son nada, dos décadas demuestran que pueden ser una vida.
Recuerdo con especial cariño a mi profesor Mario Piedra por enseñarme la técnica del barrilito, procedimiento muy socorrido en la navegación que permite calcular la velocidad alcanzada por una embarcación tomando como punto de referencia un barril lanzado al agua.
Muchas obras artísticas y literarias se convierten en nuestros “barrilitos”, pues, al no poder modificarlas sustancialmente, devienen puntos de comparación para determinar cuánto hemos cambiado nosotros. Tal es el caso de Blanco y negro ¡no!, serial dirigido por Charlie Medina que durante el período estival retransmite el Canal Educativo.
Este memorable producto televisivo vio la luz por primera vez en 1994, Año Internacional de la Familia, y casi al momento devino serie de culto para toda una generación rápidamente identificada con un amplio repertorio de conflictos y personajes de gran actualidad en aquel momento.
Entre sus principales logros están la cuidada dirección de actores y su magistral banda sonora, rica en canciones que apoyan los múltiples hilos argumentales de un inteligente guion basado en la novela Anatol y Desiree, de la reconocida narradora austríaca Christine Nöstlinger.
Blanco y negro ¡no! ilustra un período de la historia de nuestro país en que éramos más inocentes, más románticos, puesto que aún conservábamos algo del bucolismo acomodaticio que nos caracterizó en los años 80.
Por aquellos tiempos, la palabra celular se asociaba exclusivamente al campo de la biología, y ahora hasta los niños andan con un móvil en el bolsillo. De Internet, Facebook o Twitter, ni hablar, y mucho menos de los discos compactos o los mp3, el casete era el último grito en tecnología del entretenimiento.
Los jeans apenas comenzaban a invadir el mercado, estaban en boga los shorts reversibles y los tenis con zipercito al lado, Enrique Colina nos enseñaba teoría cinematográfica por televisión, nuestras madres y abuelas exhibían con orgullo los batilongos de Telarte, todos asistíamos a las modestas “descarguitas” y las bicicletas chinas hacían ola en las calles del país.
Sin embargo, al disfrutar nuevamente del serial se impone una pregunta: ¿han cambiado mucho nuestros adolescentes desde entonces? En el fondo, sus miedos, satisfacciones e inseguridades son los mismos: aún sufren o se preocupan por la necesidad de aceptación en determinado grupo social o cultural, las transformaciones que sufre el cuerpo durante la pubertad, el abuso físico entre niños o jóvenes (que ahora llamamos bulling), los conflictos propios de las relaciones familiares, la sobreprotección por parte de los padres y la responsabilidad que implica tener una mascota.
Los muchachos de ahora siguen siendo tan contestatarios como los de aquel momento, y eso que ya quedaron atrás los tiempos en que usar pelo largo y escuchar a los Beatles se consideraba diversionismo ideológico; si bien muchos de los actuales profesores luchan a brazo partido contra el uso incorrecto del uniforme, los babilónicos cortes de pelo y el reguetón durante el horario de receso.
A nivel macrosocial, nos siguen preocupando la supervivencia de las familias monoparentales, la peliaguda crisis de valores y la evidente pérdida del rigor académico en nuestro sistema de enseñanza. Hoy más que nunca nos cuestionamos si un profesor debe educar y, de paso, mostrar un camino en la vida, u obligar a que los alumnos reciten los contenidos hasta el cansancio.
A esto se suman la apertura cultural protagonizada por Cuba desde los 90, el reajuste de las políticas económicas y migratorias, el empuje del trabajo por cuenta propia y el duro enfrentamiento con los mercados internacionales; nuevas circunstancias que han ido y van moldeando poco a poco el paisaje humano de nuestro país.
Con respecto a los personajes de la serie, todavía contamos con el borracho del barrio, la niña buena y estudiosa (o sea, la típica nerd), el jovenzuelo con aires de sex symbol y el joven caballeroso que le lleva la mochila a la novia mientras la acompaña hasta su casa. Algunos no se han transformado en lo más mínimo; otros están a punto de ser declarados especies en extinción.
En fin, que varias cosas han cambiado, y otras no, tal y como dicta la inexorable dialéctica de la existencia. Y eso en apenas dos décadas: una insignificancia si las comparamos con la historia de la Humanidad. No en vano me alegré cuando disfruté por tercera vez del primer capítulo de Blanco y negro ¡no! A fin de cuentas, ese serial es un “barrilito” perfecto para hacernos ver hasta qué punto las circunstancias nos hacen evolucionar o involucionar en determinado sentido, y lo que es más importante: para recordar de dónde venimos y hacia dónde vamos.
Dos décadas después, Adriana, Tito, Katy, el Chino y el Oso nos invitan una vez más a contemplar la realidad en todos sus matices, sin el molesto binarismo blanco-negro (bueno o malo, positivo o negativo, verdad o mentira) que muchas veces banaliza el viejo oficio de sobrevivir.
Decía Carlos Gardel que 20 años no son nada. Con permiso del Rey del Tango: 20 años, si se quiere, pueden ser una vida.
comparto contigo la añoranza de una época hermosa, con menos fuera, pero mucho adentro, esa serie significó mucho en mi vida pues era dolescente en esa época y me sentí indentificada. En este verano la disfrute nuevamente, excelente producto artístico, no fue una visión de infancia su excelencia, es real todavía.