Con más dudas que certezas en ristre, Escambray retoma la polémica en torno al arte contemporáneo
¿Qué es el arte? Pregunta realmente compleja para responderla en tan breve espacio; pero podemos decir que, desde la época clásica, el concepto se ha identificado con lo entendido por bello. Naturalmente, esto nos llevaría a hacernos otra pregunta: ¿qué es lo bello? También se nos ha dicho que lo bello es algo estrechamente ligado a lo tenido por bueno.
Caramba, ¿y qué es lo bueno? En fin, supongo que por ese camino saldríamos con más dudas que antes, porque, ciertamente, la historia de la belleza es un mar de subjetividades; cualquier explicación naufraga en un laberinto de contradicciones. Por ejemplo, nunca he logrado entender la clase de feo que una mujer encuentra bonito; mientras que, criterios estándares mediante, diríamos que la serpiente coral es bellísima: parece un bastón de caramelo, quizá un cordón de payaso; pero su belleza es mala porque de ese modo festivo pretende pasar por inocentes sus colmillos mortales.
En fin, quiero decir que toda belleza es relativa, tanto como lo es el concepto de lo bueno; por eso, en materia de arte, nadie puede esgrimir verdades absolutas.
Durante la Edad Media, no había confusiones: lo bello y lo bueno era lo divino, y, por tanto, lo entendido por arte respondía a este precepto. En el Renacimiento el hombre retomó el control y se situó en el foco del mundo, pero no consiguió rebasar las formas: era apenas su anatomía, mas no su pensamiento. Así llegamos a la época del marketing, un concepto que tomo de Umberto Eco: “Uno de los rasgos característicos del arte en el siglo XX es su constante atención a los objetos de uso en la época de la mercantilización”.
Desde luego, la historia del arte no es ni tan lisa ni tan sosa, pero la apretada síntesis quizás me sirva para explicar por qué, tanto como en la conocida fábula del rey y el paño maravilloso, tengo la impresión de que en la reciente polémica sobre arte contemporáneo publicada por Escambray, la periodista Gisselle Morales ha dicho lo que todos sabían y no se atrevían a decir: el rey está desnudo.
Como pretendida contraposición a una realidad cada vez más cosificadora, surgió el arte conceptual. La intención era destruir la obra de arte como objeto de lujo infinitamente vendible, desmitificar la esencia comercial o utilitarista de los objetos, y reducir la acción creadora a su nivel más rudimentario: su mera idea. Ante la obra artística del género —body art, performance art, process art y narrative art— la pregunta clave ya no sería: ¿Qué significa esta cosa que tengo yo delante?, sino ¿qué significo yo delante de esta cosa?
¿Pero acaso el arte conceptual prescinde de los estilos según proclaman sus cultores? No parece que sea así cuando vemos que algunos artistas del body art emplean técnicas del expresionismo y el barroco. De hecho, a todos siempre pareció asistirles un ideal minimalista.
¿Acaso se aparta de las modas? Tampoco parece que sea así: al menos cuando una y otra vez se presencian diversas variaciones sobre una misma idea; con lo cual, paradójicamente, es el objeto y no el concepto el que cobra relevancia: algo así como el clásico mismo perro con diferente collar.
Cuando he ido a ciertos salones provinciales de arte contemporáneo, me sobreviene la impresión de vivir un déjà vu con el disparo de Chris Burden, o los cuadritos negros de On Kawara, o los cubos blancos de Sol Le Witt… Y siempre Duchamp, y Duchamp, y Duchamp. O sea, ellos mismos se ocupan de poner en entredicho aquel precepto inicial de la obra única.
¿Y son puristas en la utilización de los medios? Tampoco lo parece: cada vez son más ostentosas —y costosas— las propuestas. Ya aquellas primeras acciones de telepatía o de fotografiar gases incoloros pasó al olvido. Ahora muchas veces se precisa de habilidosos torneros o carpinteros ebanistas.
Hoy ya sabemos que el arte conceptual no consiguió ninguno de los objetivos planteados en sus varios manifiestos. No democratizó el arte, no eliminó el objeto de arte único, ni escapó del mercado, ni revolucionó la propiedad de las obras.
Desde luego, no voy a negar la validez de esas propuestas, porque, tanto como Donald Judd, creo que “si alguien dice que es arte, entonces es arte”. Asimismo, con absoluta sinceridad pienso que no todos los artistas conceptuales realizan propuestas mediocres o derivan en meros epígonos: he visto obras de indudable originalidad y alto vuelo. Eso sí, no sé por qué tengo la impresión de que quien no tiene para más, se pone a hacer arte conceptual… Peor aún: muchos no tienen ni idea de lo que es el concepto.
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