La escultura, la instalación y el videoarte han sido los grandes protagonistas del salón que por estos días acoge la galería provincial
Una columna vertebral formada por bustos martianos, un monumental cohete de papel que perdió el rumbo y terminó chocando contra el asfalto, cañaverales que desde una tribuna presidencial asperjan su apacible reclamo… Seductores arcanos; ideas transmutadas en objetos provocativos de incuestionable polisemia. Eso y mucho más ha sido el recién celebrado Salón Oscar Fernández-Morera que por estos días acoge la antigua casa solariega del pintor.
Sin lugar a dudas, la escultura, la instalación y el videoarte, con sus posibles combinaciones, fueron los grandes protagonistas del “Morera”, de ahí que en esta reseña vuelva a él para dejar constancia de aquellas obras significativas por su calidad formal y conceptual.
La primera gran línea temática apreciable en el salón busca reflejar de alguna manera los necesarios procesos de cambio que han caracterizado o estremecen hoy al proyecto social cubano. En este sentido destaca la pieza Mutatis mutandi, de Luis Rey Yero, compuesta por tres panes en diferentes estados de descomposición que reposan sobre pedestales triangulares de color rojo, blanco y azul. Es esta una sencilla escultura que mucho debe a las técnicas del object tourvé o ready made introducidas a principios del siglo XX; sin embargo, es en el mensaje que intenta transmitir donde radica su mayor riqueza, signada por el interés del autor en recordarnos que nada es estático y, tarde o temprano, las cosas cambian.
A este apartado también se adscribe la video-instalación El dulce hábito de hablar, de Mailén Fonseca Ramos, quien decidió dar voz a la caña de azúcar, recurso natural que, si bien protagonizó durante décadas el desarrollo industrial de nuestro país, actualmente ha pasado a un segundo o tercer plano en comparación con otros filones económicos como el turismo y la exportación de servicios.
Muchas veces el arte contemporáneo solo busca provocar una sensación o despertar ideas en el espectador. Más que comprenderla, a la obra hay que sentirla, o quizás percibirla más allá de lo fáctico, o sea: del objeto mismo. En este sentido destacan Estalactitas, de Mayday Machado Martínez, y Puente, de Ernesto Pérez del Río. La primera, una vez circunscrita dentro del discurso de género, remite al desgaste propio de las mujeres en un espacio social que puede ser agresivo o demasiado exigente para ellas. A la vez, el constante goteo de esos senos de hielo, efímeros por naturaleza, se convierte en un llamado de atención al espectador, que solo repara en ellos al sentir el agua cayéndole sobre la cabeza.
En cambio, Puente destaca por su carácter más performático, si bien es el público el encargado de completar la obra al caminar por encima de los lienzos en blanco que le cortan el paso y, ¿quién sabe?, tal vez el acto mismo de agredir el níveo soporte le induzca a reflexionar sobre la forma en que hoy las instituciones culturales valoran el trabajo de los artistas comprometidos con una producción simbólica contemporánea y sincera.
Lo escultórico en el sentido más tradicional está representado en La línea del horizonte, Ideología, Buena fe y Shock, piezas ejecutadas respectivamente por Osley Ponce Iznaga, Darel Martínez Pacheco, Alexander Hernández Chang y Leiser Sosa González. La primera sobresale por su marcado lirismo y exquisita factura, mientras que la segunda remite al profundo legado político e intelectual, a veces ignorado o poco conocido, de José Martí, ese “misterio” que aún nos acompaña, parafraseando a José Lezama Lima. Por su parte, veo en el florido micrófono de Chang una suerte de alegoría a las ventajas de la comunicación humana, y en el enorme cohete de Leiser proyectado contra el cemento, esas frustradas ansias de vuelo, esos sueños truncos de una infancia irremediablemente perdida que ha cedido paso a los crueles avatares de la adultez. Con respecto a esta última pieza, y en el reverso de la moneda, encontramos Fragmento de una trayectoria, de José Alberto Rodríguez Ávila, video-instalación centrada en el viaje y sus posibles destinos como metáfora de la existencia.
¿Marca este “Morera” un renacer de la escultura espirituana? ¿Los nuevos medios tienen algo más que aportar al desarrollo de las artes plásticas yayaberas? ¿Finalmente el tan mencionado neoconceptualismo hace mellas en la producción simbólica del patio? He aquí preguntas que solo el tiempo podrá contestar. Por ahora, elogio que lo tridimensional se haya robado el show, y eso, en comparación con las ediciones más recientes del evento, es un verdadero logro.
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