El último bohemio regresa a su semilla

Embadurnado hasta los pelos, con el eterno cigarrillo y la música clásica de fondo, parece vérsele aún ante el caballete que instaló en su cuarto, donde nada tenía un lugar fijo y las reglas, como en toda su vida, hacían acto de ausencia. En la pared, sobre su cama, el

Lamadrid fue instructor de arte, graduado de la primera promoción del país en 1965.Embadurnado hasta los pelos, con el eterno cigarrillo y la música clásica de fondo, parece vérsele aún ante el caballete que instaló en su cuarto, donde nada tenía un lugar fijo y las reglas, como en toda su vida, hacían acto de ausencia. En la pared, sobre su cama, el retrato al óleo de un Lamadrid joven y atractivo, sin ciertos rasgos recargados.

“¿Lama, adónde vas con ese parche de pintura en la espalda?”, solía preguntarle, entre risueña y regañona, la alumna a quien la vida lo uniría en una convivencia que se extendió por un cuarto de siglo. María Virginia Llanes todavía no controla el instinto de servirle el café y extraña sus habituales desatinos. “Tú deberías haber nacido en el siglo XVII o XVIII”, le dijo alguna vez, admirada por su conocimiento enciclopédico y su alabanza a todo lo concerniente a aquella época.

Remberto Lamadrid Bernal no aparecía en el Registro Nacional de Creadores. Tampoco los papeles, arreglados a destiempo con el auxilio de amigos, le abrieron las puertas de la Uneac, en cuya sede se le vio casi a diario. No le importaban las convenciones. Era feliz así, privilegiando su entrega a los demás en detrimento de su propia obra y fortuna.

Lo impulsaba un ansia febril: incentivar el dominio de las artes y promover a los creadores, ya fuera a través de visitas a lejanos lugares adonde iba gozoso —hubiera o no transporte y dieta— o mediante eventos de participación en cualquier punto de la isla, donde lo respetaban por su pericia y percibían que sin él la ocasión perdía brillo.

Cuentan que muchos le deben el agradecimiento por tanta noche de desvelo y tanto rasgo corregido; que adoraba a su madre y amaba a una mujer con un amor platónico e inconfesado; que salió del mundo con el mismo silencio que consiguió vivir, aunque no pocas veces se hacía notar sin el menor propósito, en una suerte de necesidad de ser él cuando las circunstancias exigían otra cosa.

¿Velaría el calendario para morir el propio día en que nació su madre, el propio día en que ella cerró los ojos? ¿Acaso la campiña de Cabaiguán, por donde se infiltró en el mundo en 1939, le susurró volver? ¿Acaso allí surgió el deslumbramiento de girasoles y hongos que eternizó en su obra y prefirió el lugar para sus nuevas travesuras?

Lo cierto es que se fue, no sin honrar salones grandes y pequeños con trazos, formas y colores que jamás quiso encasillar, que viajaron el mundo sin que él se despegara de su tierra.

Sin su juez principal queda el Santiago. Las calles enramadas, las vidrieras y centros de trabajo que lucieron trofeos por más de 30 años lo grabaron muy bien: fallo de Lamadrid, santa palabra. Allá, en el parnaso donde Juanito, el Monje, aguarda el nuevo encuentro, prepararán el té de siempre y harán su oda al albedrío entre humo, café y ron; harán su canto en lienzo a la amistad y al arte que consumió sus vidas.

Delia Proenza y y Adriana Alfonso

Texto de Delia Proenza y y Adriana Alfonso
Máster en Ciencias de la comunicación. Especializada en temas sociales. Responsable de la sección Cartas de los lectores.

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