El fallecimiento del mejor entrenador del siglo XX en el voleibol femenino conmovió a Cuba y al mundo.
De Eugenio George podría escribir todos los elogios e incluso así no habría dicho nada sobre el hombre que inmortalizó al voleibol femenino cubano e hizo grados en la malla alta del universo.
Por eso su muerte, aunque sigilosa y presagiada, me impactó como a muchos, tan pronto se hizo tristemente cierta. Me conmovió como a todos los que, en la frialdad de la distancia, asistimos al funeral inmerecido.
De él pudiera exaltar sus tres medallas olímpicas, sus múltiples preseas internacionales en casi cuatro décadas, su puesto indiscutible en el Salón de la Fama y su Orden Collar de Oro otorgados por la Federación Internacional, su título de Héroe Nacional del Trabajo y otros tantos reconocimientos nacionales y foráneos y sería, aún, un aval incompleto.
Mas, prefiero reseñar a ese hombre tan genial como humilde. Porque no todos los días nace un ser con su inmensa capacidad pedagógica para hacer de la paciencia, la sobriedad y la calma, los artífices del triunfo. Tampoco un hombre de tamaña caballerosidad que antepuso su estatura humana a todos los rangos y epítetos.
Desde su olfato especial para descubrir talentos hasta su don de estratega para esculpir una generación de muchachas únicas, increíbles. Eugenio hizo bastante para merecer un sitio en la posteridad.
Disfruté hasta el delirio la hazaña de sus chicas, expertas en revertir marcadores en victorias contundentes. Crecí junto a quienes más de una vez la piel se les llenó de “pinchitos” y el corazón se les detuvo, mientras aquellas Morenas del Caribe hacían temblar a niñas magas del Oriente, rusas, chinas, brasileñas.
Reconocí su magisterio en los remates incontenibles de Mireya Luis, la magia de Imilsis Téllez o la fibra personal de Regla Torres. También en la fuerza de su ejemplo cuando no hacían falta palabras para regañar o corregir, o en su exquisitez para estar pendiente del peinado de sus niñas con el mismo rigor que al lado de la malla. Admiré su imagen imperturbable mientras el tabloncillo parecía abrirse bajo sus pies o cuando Cuba entraba en el olimpo.
Por él supe que a la dignidad no le hacen falta discursos cuando rechazó ofrecimientos de clubes japoneses o selecciones nacionales de Holanda o Estados Unidos y puso por delante eso que él llamó “una responsabilidad con la Revolución y el voleibol cubano”.
Porque Eugenio es para el deporte nacional lo que Juan Formell para la cultura, imaginé un funeral a su altura, quizás en medio de la Ciudad Deportiva que bien vale su apellido. Supuse a la familia deportiva en pleno y a su afición desbordada en este, su último tanto.
Porque aun enfermo no dejó de ofrecer su cátedra. Porque no imaginé para él un adiós improvisado con Mireya encima de una tumba ajena y rodeada apenas de unos pocos amigos.
Porque, como Idalmis Gato, una de sus morenas, sentí que “el mejor entrenador del siglo XX se fue en silencio” y “no sé si él quería eso, a pesar de su humildad, creo que su despedida llevaría más, más de lo que la Patria espera”.
Porque me siento parte de esta deuda imperdonable, porque el mejor entrenador del siglo XX en el voli de mujeres sigue insepulto, conmino a encender una pira en el olimpo de cada corazón para redimir la opacidad de su despedida, a sabiendas de que Eugenio George puede desbordar con su gloria un grano de maíz.
Estoy totalmente de acuerdo con este articulo,imerecido es la palabra mas idonea para definir su funeral,que te hace un poco imaginar la naturaleza de las personas que debieron( no obstante a posibles discrepancias) reconocer el inigualable camino de consagracion ,sacrificio y logros de ese gran cubano que no digo se llamò si no que se llama Eugenio George.