Con un paisaje tentador a las puertas de la ciudad, una mina arqueológica por descubrir y una historia todavía a medio contar, el Valle de los Ingenios lega un conjunto patrimonial exclusivo que trasciende siglos y generaciones.
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Ni la parálisis económica de mediados del siglo XIX, ni la abolición de la esclavitud tiempo después, ni las dolorosas ruinas de la guerra, ni siquiera la desaparición de la agroindustria azucarera hace algo más de una década han podido rebajar su linaje al Valle de los Ingenios, ese apéndice imprescindible que durante siglos generó la fortuna de la sacarocracia trinitaria.
Con algunos terrenos ubicados casi en la periferia misma de la urbe y surtida por los ríos que se precipitan desde lo alto del macizo de Guamuhaya —Agabama, Ay, Táyaba y Caracusey, entre otros— la planicie, de unos 250 kilómetros cuadrados de extensión, comprende a su vez los valles de San Luis, Agabama-Méyer y Santa Rosa, además de la llanura costera del Sur.
Fuentes autorizadas aseguran que hacia 1827 trabajaban en los 56 ingenios existentes en el valle unos 11 700 esclavos, quienes sostenían una producción de alrededor de 640 000 arrobas de azúcar, sin precedentes para la época en ningún otro lugar del mundo.
Para Roberto López Bastida, fundador y primer director de la Oficina del Conservador de la Ciudad de Trinidad y el Valle de los Ingenios, la naturaleza permitió al hombre crear aquí «una cultura de la plantación, un imperio del azúcar, sustentados sobre una inhumana base de esclavitud y miseria, pero capaces, en su paradójico prodigio, de sintetizar toda una historia de esplendor y decadencias, de trabajo y riqueza, de fundaciones y de relaciones con el mundo exterior».
Tanto dependió el progreso trinitario de la feracidad de aquellas tierras que cuando en los finales del siglo XIX la caña no rindió lo suficiente, sencillamente la ciudad quedó paralizada —»aislada del resto de la Isla, vivía o dormía, fuera del tiempo», escribió la investigadora y folclorista Lydia Cabrera tras visitarla en 1923—, un espasmo que por una parte sumergió a Trinidad en la pobreza más cruel, pero por otra le garantizó a posteriori una notoriedad excepcional.
LA EXCLUSIVIDAD DE LAPLANTE
Presuntuoso como pocos, Don Alejo María del Carmen Iznaga y Borrell no pudo vaticinar, sin embargo, que 200 años después de haber ordenado construir en su feudo aquella atalaya de 43,5 metros de altura, acaso un desafío a las fuerzas del vértigo, los especialistas y técnicos de la Oficina del Conservador la mantendrían como la niña de sus ojos.
El grabador francés Eduardo Laplante, traído exclusivamente a estos predios hace más de 150 años por el rico hacendado trinitario Justo Germán Cantero, dejaría una imagen cinematográfica de lo que tuvo frente a sus ojos: las carretas de caña rumbo a la fábrica, una de las más prósperas de todo el valle; las chimeneas humeantes, antepuestas a la casa familiar con ínfulas de mansión vernácula; el caserío de esclavos, tan anónimo como sus inquilinos, y en medio de la hacienda, hincada como para frustrar cualquier evento de cimarronaje, la torre vigía más alta de toda Cuba.
Símbolo arquitectónico y sociocultural y una de las principales atracciones turísticas de la región, la torre de Manaca Iznaga resulta quizás el icono más visible de todo el patrimonio azucarero reunido en el Valle de los In-genios, donde pervive un conjunto monumental exclusivo que, además de la riqueza paisajística, reúne 73 sitios arqueológicos de alto valor, incluidas 13 casas haciendas, revelación tangible de la intensa actividad azucarera registrada durante varios siglos en estos predios.
Junto a la torre, en Manaca Iznaga se conservan valiosas instalaciones del antiguo batey como la casona principal, restaurada desde hace décadas, y el atípico caserío de esclavos, todavía habitado y considerado por los especialistas como el único exponente de su tipo en Cuba, también rehabilitado.
DE SAN ISIDRO A GUÁIMARO
Como un laboratorio al aire libre han definido los estudiosos las ruinas descubiertas en el antiguo ingenio San Isidro de los Destiladeros, testigo del desarrollo industrial alcanzado en el valle, donde a finales de los años ochenta del siglo pasado un grupo de arqueólogos insaciables encontró casi intacto el llamado tren jamaiquino, sistema de cocción del azúcar avalado entre lo más moderno de su tipo para aquellos tiempos.
Hasta San Isidro también han llegado en los últimos meses restauradores y fuerzas constructoras de la Oficina del Conservador para consolidar estructuras y crear las primeras condiciones con vistas a convertir el lugar en el Centro de Arqueología Industrial del Valle de los Ingenios, un privilegio que tendría muy bien ganado el sitio a juzgar por todo lo que en un futuro pudieran encontrar allí los buscadores de evidencias.
Paola López Castillo, especialista del Centro de Documentación del Patrimonio de la mencionada Oficina, admite que entre los resultados más sobresalientes alcanzados en la zona a propósito de las festividades por los 500 años de Trinidad figura la rehabilitación de la casa hacienda del ingenio Guáimaro, industria que para 1827 producía 82 000 arrobas de azúcar mascabada y prensada, la cifra más alta para una fábrica de su tipo en todo el mundo.
El mejoramiento de algunas vías de comunicaciones, la sustitución de cubiertas de zinc por otras de barro en viviendas típicas y la eliminación de plantas invasoras en terrenos antes poblados por caña de azúcar, vienen reconfigurando el paisaje del valle y, más que ello, sembrando la filosofía de hacer bien al patrimonio y a su gente.
Porque coincide en lo inútil de crear escenografías engañosas para satisfacer los apetitos del turismo, cada día más interesado en redescubrir la mina arqueológica que se oculta en las espaldas de Trinidad, Víctor Echenagusía, especialista de la Oficina del Conservador y uno de los imprescindibles en la salvaguarda de este legado, prefiere caminar paso a paso: «El gran reto —dice— no es solo preservar ese patrimonio, sino hacerlo sostenible».
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