El antiterrorista cubano Gerardo Hernández se escapa muchas veces de su encierro de más de 16 años y se pierde en el reparto habanero de su infancia.
El Alcázar es un reparto pequeño y no tan conocido como algunos de los barrios con los que limita. Sin embargo, Gerardo Hernández se crió con un concepto de barrio bastante flexible. Su casa era la última de la avenida Norte, a la que solo alguien que haya «perdido el norte» le llamaría avenida. Hace poco la asfaltaron esa vía y ya, al menos, parece una calle.
«Desde la casa, con solo unos pasos, ya se está en el reparto Vieja Linda, y también, en dirección contraria, quedan muy cerca el Rosario, el Capri, la Güinera. Por eso, a veces, cuando alguien me preguntaba de dónde era, mencionaba cualquiera de esos barrios o simplemente decía que de Arroyo Naranjo. En ese municipio cursé todos los niveles de enseñanza hasta que ingresé en la universidad».
Gerardo es un narrador increíble. Con su sentido del humor y optimismo sempiterno, siempre logra atrapar por la manera de contar, con ese tono ocurrente, típico del cubano sencillo. Y es que este hombre, sobre el que pesan penosas e injustas condenas, sigue siendo, por momentos, cuando el descanso y la meditación le permiten romper los barrotes, aquel niño de Arroyo Naranjo que amaba jugar pelota y cometía alguna que otra travesura.
«Al igual que Adriana, nací en el hospital materno de 10 de Octubre, en Luyanó, más conocido por entonces como Hijas de Galicia. Del hospital fui directo para el reparto Alcázar, en Arroyo Naranjo, y de allí no salí hasta que nos casamos. Luego, con el tiempo, mi papá se enfermó y regresé con Adriana a vivir de nuevo en aquel lugar.
«A pesar de ser tan chiquito y casi desconocido, allí vivieron personas de renombre. Temo que se me quede alguien, pero podría mencionar a Vicente de la O, médico de la Columna 8 del Che, cuya foto como guerrillero atendiendo a un campesino aparecía en mi libro de Historia de sexto grado. También el escritor Manuel Cofiño vivió un tiempo allí, el periodista Gravalosa, la familia de músicos Urfé; la familia Noda, uno de cuyos miembros era judoca. Aunque no lo he confirmado, creo que es Justo Noda, el entrenador del equipo nacional masculino. Para ser un reparto tan pequeño, ha tenido muchos vecinos famosos. Me gustaría que un día Ciro Bianchi escribiera algo sobre la historia de esa zona de Arroyo Naranjo, porque no conozco mucho al respecto.
«El Alcázar es un reparto muy pintoresco. Allí me crié en un ambiente de muchos contrastes. Sin dejar de ser un barrio de ciudad, se podían ver cosas propias del campo, como un vecino pastoreando sus vacas o sus chivos, otro atendiendo sus colmenas, peleando gallos o haciendo carbón vegetal. Además, en los huecos de mi “avenida” había pececitos y camaroncitos. ¿De dónde salían? No me pregunten, pero tengo a todos mis vecinos de testigos.
«Los vecinos nos llevábamos como una gran familia. Las broncas eran algo muy raro. En mi casa siempre hubo perros y gallinas, y durante un tiempo criamos conejos. Otras veces hubo al menos un puerco, carneros, un chivo, patos, jicoteas…
«Puedo decir que me crié en contacto con la naturaleza, y eso me marcó de tal manera que no me gustan mucho las urbes. Me encantan el campo, los animales y las plantas. Aunque Adriana y yo vivimos ahora en otro lugar, mi familia, que ha ido creciendo, se mantiene casi toda allí, y trato siempre de estar al tanto de lo que ocurre en el barrio. Sé que algunas cosas han cambiado bastante, pero otras no tanto.
Juegos preferidos
«Lo que más me gustaba jugar era pelota. Frente a la casa había un terreno grande donde marcábamos las bases y echábamos algunos pitenes. Un pitén era lo que en otros lugares llaman “un piquete”. “Echar un pitén” era echar un juego de pelota donde se pudiera y con lo que se consiguiera. La “brigada de mantenimiento” para la grama eran las vacas y chivos de los vecinos, aunque a veces el marabú nos ganaba y teníamos que dar tremendo machete. Allí solíamos jugar hasta que ya la pelota no se veía de tanta oscuridad. Estoy hablando de pelotas forradas con esparadrapo y bates que a veces eran cortados con machete del mismo marabú o de otros troncos de árboles.
«En los pitenes del barrio siempre lograba colarme, pero a veces había encuentros más “importantes” para los que venían equipos de otras zonas. Y cada vez que yo me aparecía en un juego de esos, era el más virado para atrás, porque como era malo, no me dejaban jugar. Cuando más, me ponían de segundo receptor, o sea, detrás del cátcher, para agarrar las pelotas que se fueran. Pero eso sí: ¡era un buen segundo cátcher!
«Me gustaba mucho montar bicicleta. Recuerdo que la primera me la compraron de uso y tenía que estar siempre arreglándole algo. Las bolas, los trompos y los papalotes también se ponían de moda por etapas, pero después de la pelota, el juego más popular era algo muy característico del barrio: saltar guaguas. Resulta que en el Alcázar estaba lo que se conocía como “el rastro” o “el cementerio de las guaguas”, adonde llevaban estos vehículos ya viejos para desarmarlos y fundirlos. Se pasaban años allí.
«Estoy hablando de decenas de guaguas viejas dispersas entre el marabú, colocadas muy juntas para ahorrar espacio. Entonces los muchachos nos subíamos a los techos y saltábamos de una guagua a la otra. Algunos saltos eran bastante arriesgados porque había guaguas que no estaban tan pegadas, y no fueron pocos los accidentes. Por el peligro y porque cada vez que mi mamá me agarraba en eso me castigaba, tengo que confesar que la mayoría de las veces me limitaba a observar a los saltadores desde abajo.
«Otro entretenimiento muy popular entre los muchachos del barrio, y hoy me avergüenza confesarlo, era cazar lagartijas. No dudo que, sin plena conciencia de lo que hacíamos, hayamos causado algún daño ecológico con aquellas matanzas. Algunas veces nos dedicábamos a eso solo para ver quién cazaba más lagartijas, en otras ocasiones para echarlas a pelear o como carnada para cazar arañas. Con el mismo lacito que hacíamos con una yerba, cuyo nombre ahora no recuerdo, enganchábamos la lagartija, y después la metíamos en la cueva de la araña. Cuando esta mordía la lagartija, la sacábamos. ¡Pobres lagartijas!
«De lo otro que me arrepentí después, ya grande, fue de haber pasado bastante tiempo con tirapiedras cazando pajaritos. No solo es peligroso, y hubo varias cabezas partidas, sino que realmente era un abuso. Por eso, siempre que tengo oportunidad, les recomiendo a los niños que busquen entretenimientos más sanos, que no hagan daño a nuestros animalitos. Es bueno ver cómo se les puede ayudar, alimentándolos y construyéndoles nidos. Sé que hay especies que han sufrido mucho por la acción de las personas, y protegerlos es algo que se debe educar a los niños desde bien pequeños».
De mareos y correcorre
«Nunca me había detenido a pensar en eso, pero creo que las memorias más antiguas que tengo de mi infancia tienen que ver con las guaguas. Resulta que cada vez que me montaban en una, me mareaba y vomitaba. A mi mamá le recomendaron todo tipo de remedios, incluyendo que me hiciera chupar un limón. Y ella llevaba uno en la cartera cuando salíamos. Lo que mejor funcionó fue una pastillita que popularmente le decían Gravinol, que tenía que tomármela siempre que íbamos a hacer un viaje. Aun así, hice pasar más de una pena a mis padres al vomitar encima de alguien en una guagua llena. Tengo una imagen muy bien grabada de mi papá ofreciéndole el pañuelo a un señor después de yo haberlo salpicado.
«Tampoco se me olvida que por un problema que tenía en mis pies me mandaron unos zapaticos ortopédicos que llevaban hasta unas varillas de hierro, las cuales se sujetaban a las piernas. Para eso mi mamá tuvo que llevarme varias veces a Miramar, y en una de esas ocasiones la guagua en la que íbamos cogió candela y todo el mundo tuvo que bajarse corriendo. Lo más probable es que haya sido algo sin consecuencias, pero para mí, que era un niño, ver aquel humo y el correcorre para bajarse fue algo impactante, al punto de que llegué a tenerles miedo a las guaguas. Y eso que todavía no se habían inventado los “camellos”».
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