Nuestros jóvenes son muy dichosos, nos dijo Gerardo Hernández Nordelo en esta suerte de testimonio que revela simpáticos destellos de sus años de muchachón.
Desde la prisión de Victorville, en Estados Unidos, y gracias a la colaboración de Adriana Pérez O’Connor, su esposa, Gerardo Hernández Nordelo testimonió para el sitio web Soy Cuba, de nuestra editora, historias cómplices de sus años de juventud.
«Nací en 1965 y cuando se fueron los años 70 yo era casi un niño todavía. Arroyo Naranjo fue “mi mundo” hasta que estuve bastante crecidito.
«Recuerdo que todos los sábados había fiesta en casa de alguien. Creo que hoy les llaman descarga. Durante la semana, ya todos los muchachos andábamos averiguando: “¿Dónde hay fiesta el sábado?”, y nos pasábamos la información: “en calle 1ra. del Rosario”, “en Penichet, en el Capri”. Y el sábado por la noche el grupo de amigos arrancaba para allá. Donde se escuchara la música ahí era, y entrábamos muchas veces sin siquiera saber quién vivía allí. Si te ponías de suerte, se te pegaba un vasito de ponche preparado con alcohol y frutas; pero muchas de aquellas fiestas eran secas, porque si había bebida, era para los conocidos.
«Unos se pasaban la noche bailando, y otros haciendo bulto, pero casi siempre tratando de “cuadrar” con alguna muchachita. Los más afortunados lograban una cita para ir al siguiente día a la playa, al cine, a Coppelia… Aunque casi todos mis domingos comenzaban con un “Gera, te llama tu papá”. Porque el viejo, que no podía estar sin hacer nada, madrugaba los fines de semana y bien temprano ya estaba chapeando el jardín, guataqueando el patio, pintando, lijando, mecaniqueando… Yo creo que cuando no había nada roto, él lo rompía, para tener algo que arreglar.
«Yo me la pasaba protestando, porque muchas veces los sábados me acostaba tarde por las fiestas, y ya a las siete de la mañana del domingo mi papá me estaba mandando a levantar. Pero después de adulto me di cuenta de que él lo hacía con toda intención, y se lo agradezco porque, aunque no salí tan diestro como él para las labores manuales, sé manejar las herramientas básicas para hacer trabajos de mantenimiento, chapea, mecaniqueo…, mezclo concreto y soy chofer A de carretillas, todo gracias a aquellas jornadas dominicales de trabajo (in)voluntario».
¡Vaya, tu cervecita aquí!
«El cine siempre me gustaba mucho, a veces hasta iba solo. Salía de uno y entraba en otro, y veía varias películas en el día. En aquellos tiempos había muchísimos cines que, lamentablemente, ya desaparecieron, o están cerrados o tienen otros usos.
«El problema mío era que casi siempre estaba “pasma’o” con el dinero. Cuando mis hermanas eran ya trabajadoras, de vez en cuando me dejaban caer algo, pero mi mamá era ama de casa, y el estipendio venía de mi papá, que en eso nunca fue demasiado generoso, porque decía que uno tenía que sudar para saber lo que cuesta cada cosa en la vida.
«Recuerdo que una vez, cuando ya tenía edad para aprender a manejar, el viejo me dio un dinero para que pasara la escuela y sacara la licencia, y me lo gasté en otra cosa. Eso me costó que por años él se negara a enseñarme, y vine a aprender bastante tarde.
«Otra vez, en unas vacaciones, ya en los años 80, cogí una contrata para trabajar en los carnavales y ganar unos pesos. Aquella experiencia como gastronómico fue tremenda. Andaba con dos latas llenas de hielo vendiendo cerveza en las tribunas en pleno Malecón. “¡Vaya, tu cervecita aquí!” Pero con lo que me pagaron, más las propinas que me dejaban todas las noches, recuerdo que me compré un reloj Vostok y un pitusa, porque el único que tenía, hecho por mi mamá, había caminado más kilómetros que un “almendrón”».
¡Tremenda pena pasé ese día!
«A los 21 años ya yo era novio de Adriana, y mi suegro, que trabajaba en un Pío-Pío, con frecuencia hacía alguna “donación” para que pudiéramos salir a algún lugar. Aun así, la primera vez que invité a Adriana a un restaurante fue al Castillo de Jagua, en 23 y G, y a la hora de pagar no me alcanzaba el dinero. Tuve que ir a buscar más en casa de los suegros y regresar a pagar lo que faltaba. ¡Tremenda pena pasé ese día!
«En general, aquellas fiestecitas de los sábados, el cine y la playa eran mis actividades favoritas. A veces organizábamos fiestas y otras salidas con compañeros de las escuelas donde estuve. Las etapas de escuela al campo las disfrutaba también y no me perdí una.
«Ahora que han pasado los años, cuando miro hacia atrás, me doy cuenta de que hay vivencias de esa etapa que, en su momento, no pensé que fueran tan importantes, no las valoraba. Uno no se percataba de que estaba viviendo ciertos momentos históricos. Ir a los actos en la Plaza de la Revolución con mi CDR y escuchar un discurso de Fidel, por ejemplo; desfilar cada Primero de Mayo con Arroyo Naranjo… Cuando la despedida de duelo a las víctimas del crimen de Barbados yo tenía 11 años. Viví ese fervor revolucionario rodeado de tanta gente de todas las edades… Fueron eventos que hoy me doy cuenta de cuánto influyeron en mi formación.
«Lo otro es que uno se percata ahora de cuán sana era aquella juventud, y cuán dichosos fuimos, a pesar de las carencias. Aquí converso con muchos jóvenes, y otros que son contemporáneos conmigo, que me cuentan de que, desde que tienen uso de razón, en sus hogares se usaban drogas o las probaron en la escuela o las consumieron con sus amiguitos del barrio. Muchos de ellos me explican que sus abuelos y sus padres fueron pandilleros, y ellos no conocieron otra cosa. Asistieron a escuelas que tenían detectores de metales en las entradas, y desde chiquitos solo tuvieron dos opciones: ser pandilleros o ser abusados por las pandillas. Casi todos tienen amigos y familiares que han muerto víctimas de la violencia.
«Y cuando les digo que nunca he visto la marihuana, y mucho menos otras drogas, se ríen y no me creen. Por eso digo que nosotros fuimos dichosos, porque a lo largo de estos años he podido ver de cerca el daño que hacen las drogas: violencia, personas destruidas, familias desintegradas porque sus seres queridos cumplen largas condenas; otros seres que, por culpa del vicio, ya no son tan queridos, y sus familiares han preferido olvidarlos; unos que mueren, otros que están muertos en vida.
«Mientras más casos conozco, más me doy cuenta de lo dichoso que fuimos nosotros, de lo dichosos que son nuestros jóvenes hoy todavía, y más me convenzo de que ese ambiente sano, esa tranquilidad y seguridad de la que gozamos en Cuba, es algo que tenemos que luchar por mantener, cueste lo que cueste».
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