El más reciente estreno de Cabotín Teatro devuelve a las calles una antigua leyenda trinitaria.
(Por: Marco Antonio Calderón Echemendía, presidente de la Uneac en Sancti Spíritus)
La mano del negro, la más reciente propuesta del director Laudel de Jesús, asombra por la exactitud histórica y conceptual con que construye situaciones a partir de la estética poco abordada en Sancti Spíritus del teatro de relaciones, de la cual se vale Cabotín Teatro para incorporar épocas y personajes desde enjundiosas investigaciones y sostenido entrenamiento.
Para dar inicio a la puesta en escena se toma la Casa del Teatro, en una noche que cae sobre la ciudad como mismo descendía, presagiando infortunios, sobre las dotaciones de esclavos martirizados en la Trinidad de 1836. De momento, el primer símbolo: un gemido de la carreta que conduce por el aséptico bulevar a la mujer negra, a la Diosa de Ébano, cazada al norte de Angola. Sobrecoge el horror ancestral que sostiene en la elusión de su mirada la actriz Eliany Miranda. La resignada marcha rumbo a los apetitos del dueño advierte la genérica desventura de la mujer negra, victimizada, utilizada, desechada. Marchamos los espectadores, llevados más por el horror que por la reflexión.
Cabotín guiña y no podemos sonreír. La risa es tres manos negras ensangrentadas al extremo de una pica, las manos de Juan José Armenteros, Bartolo Bastida y Baltasar Fernández, negros que osaron aliviar el calvario de sus iguales. Irrumpe La Mojiganga y el Kokorikó. Los espectros contienen el rencor, el odio. Leodel Meneses con su Mojiganga permite una lectura cabal de la tragedia de las razas. Los esclavos y los señores le secundan y de súbito desaparecen. Nos detenemos junto al parque Rudesindo García del Rijo. La agrupación se apropia de la calle, el impecable respecto epocal de los vestuarios diseñados por Alejandro García, el alcance sugestivo de la música en vivo ejecutada por el binomio de Doniesky Jiménez y Agustín Vega, y la proyección escénica de los actores constituyen algunos de los recursos expresivos que garantizan la atención de los transeúntes.
Llega la Nganga a manos de la ancestral sapiencia del Tatanganga, incorporado orgánicamente por Alexander Cruz, siempre sobrio, a presidir la escena desde el cripticismo de la lengua Kikongo. A través de las firmas se invocan a Chola nwengue y Zarabanda buscabulla, plasmadas en medio de la vía por la mano demiúrgica de Laudel de Jesús. A mi lado, cuatro devotos ebrios incorporan los signos que estallan del toque. Sus cuerpos están abiertos al ritmo ritual de la percusión, los colores y los sensuales movimientos de Madre Agua, interpretada virtuosamente por Anna García, y entonces, en lo alto: Zarabanda, confundiéndose con las decenas de espíritus que ahora flotan sobre la antiquísima calle aledaña a la Parroquial Mayor. Piqui Quintana desborda credibilidad en un personaje breve, sólido y belicoso, anunciando la guerra que ha de sobrevenir y de la que los negros sublevados no sobrevivirán el 25 de mayo de 1838, en el Valle de San Luis.
Silencio. Los cantos rituales, dolorosos, perturbadores, textos escritos —como la obra toda— por el director a partir de un intenso estudio lingüístico del dialecto bantú, se erigen en personajes generadores de acción. Cada espacio de una cultura ha sido previsto: el rito de Palo Monte ha sido abierto al silencio y la penumbra, ya no se escapa a la agonía de Trina la dulcera, personaje equilibrador que provoca y sonríe, pero es acallada por el llanto del negro que se aquieta, de aquellos esclavos de los centrales azucareros Manacas Armenteros, Boca Chica y el cafetal Sitio Adentro. Trina la dulcera, interpretada magistralmente por Yudhy Gallo.
La Negra de la Carreta, caracterizada por Anna García, desliza un canto fúnebre: mezcla de dolor y fe, los nfumbe se levantan. Irrumpe la danza de todos en la dotación. Luego lo increíble, El Maní: arte marcial africano; juego liderado por Leoby García transformado en esclavo. La destreza hechiza. Asombra el entrenamiento sicofísico de los actores danzantes. Zarabanda ya es aire, deidad corporeizada. Antes han desfilado los comerciantes, la Dama piadosa de manos de Elixandra Gómez; Alejandro García afronta al Señor Toledo, típico esclavista preñado de sadismo; la sempiterna oscuridad del catolicismo es encarnada por Isabel Hernández con el Sacerdote, siempre presto a apostar por los más lóbregos y favorecedores intereses.
Alexander Cruz entrega en el Esclavo con la Cruz un personaje que transita a través de la historia sugerida, que es la historia de los agobiados. En las sucesivas caracterizaciones que encarna se puede leer, más que observar, los códigos que nos abordan desde nuestros propios saberes. Ya no somos espectadores, hemos devenido esclavos atormentados. La impotencia marca. Y sobreviene la muerte.
Regresa Trina, la dulcera, y su cántico de odio/esperanza como una fuente de donde mana la fuerza de los inmolados. Canta: “Blanco se muere y no vuelve más, negro se muere pero vuelve más. Blanco se muere y no vuelve más, negro se muere pero vuelve más”… y así hasta el cansancio.
Ha cristalizado el clímax que aprisiona. Ya no está la cesta de dulces. Ahora están los muertos en torno a la Nganga, por donde son elevados a la ceiba los negros asesinados. Esos negros invocados una hora atrás desde una nganga hecha a Zarabanda y que nos estuvieron observando desde un escondrijo al que jamás accederán los blancos. Ha muerto la rebelión, no la rebeldía.
La obra se ha equilibrado sobre tres ejes semánticos filosóficos, ejes representados desde la verticalidad que ofrece el zanco: el Sacerdote con la cruz, símbolo del poder absoluto; El Colono y el látigo como signo del dominador, y Zarabanda y su machete de labores y guerra: fiel alegoría de la rebelión. Tres sobredimensionamientos para forzarnos a cuestionar la memoria de una ciudad que aún no está lista para asumir el enunciado tautológico de la puesta más allá de la escena, a 500 años de presencia española y 7 500 años de presencia humana.
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