El entorno de la villa del Yayabo asimismo se contagia con el ajetreo cotidiano, a la espera del cumpleaños 500, el próximo 4 de junio.
El tiempo y sus testigos desde siempre pasan bajo sus sombras, embrujados por el esplendor del tren de las épocas, donde cada arcada marca una memoria y cada reja, un motivo.
Y las cúpulas presencian desde el silencio infinito la suma de días, meses, años, hasta tocar casi ya el medio milenio de existencia.
Porque las memorias van mucho más allá de las crónicas que aún guardan las publicaciones de la época y más acá; de las imágenes borrosas celosamente protegidas en polvorientos y descoloridos archivos.
Las huellas de aquellos lejanos tiempos que se nos antojan hoy bien cercanos están ahí, a la vista pública, al alcance de la mano; se tornan imágenes cotidianas, que han marcado sucesos y noticias ayer, hoy y lo harán mañana. Esas que esperan también el medio milenio de la villa, no como testigos ni protagonistas fríos, inanimados.
Su entorno asimismo se contagia con el ajetreo cotidiano, a la espera del cumpleaños 500. Desde sus balcones se aprehende la imagen de una ciudad en movimiento, entre pinturas de fachadas, rehabilitaciones de inmuebles, reconstrucciones de espacios públicos.
No podría ser de otra manera, porque el Teatro Principal, el puente sobre el río Yayabo, las otroras Sociedad El Progreso y Colonia Española, los hoteles Perla y Plaza, la Iglesia Parroquial Mayor, entre otras, son algunas de las joyas arquitectónicas de la ciudad, que enmarcan los motivos de una celebración, salpicada desde ya por los misterios desenterrados bajo la losa del parque y por las perspectivas de una ciudad, tranquila pero animada, con espacios y testigos, que aún tiene historias por contar.
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