La derrota imperial que marcó un antes y un después en América Latina
Ya lo había advertido Richard Nixon desde su primer encuentro con Fidel Castro en Nueva York, a los pocos meses de triunfar la Revolución. Entonces era vicepresidente del gobierno del general (r) Dwight D. Eisenhower y le bastó un breve encuentro con el joven líder cubano para percatarse de que se trataba de una persona de ideales graníticos en rumbo de colisión con los intereses de Estados Unidos.
Nixon recomendó, a propósito de aquella entrevista, la democión de “Castro” por cualquier vía, como medio de evitarle a su país seguros dolores de cabeza en sus relaciones con Cuba y América Latina.
Para inicios de abril de 1961 ya había sido aplicado contra el incipiente proceso revolucionario todo un arsenal de agresivas medidas económicas, políticas, militares y propagandísticas, sin más dividendos que los de contribuir a la radicalización del pueblo y los dirigentes isleños.
Solo quedaba entonces el recurso de la invasión mercenaria, que tan buenos resultados dio en 1954 contra la Guatemala de Jacobo Árbenz. Para este fin, en esa república bananera centroamericana terminaba el alistamiento de una fuerza de tarea reclutada entre elementos emigrados del antiguo régimen en Estados Unidos: ex militares, latifundistas, proxenetas, comerciantes, lúmpenes, politiqueros; en fin, toda una fauna contrarrevolucionaria impaciente por recuperar sus privilegios.
Con pragmatismo metafísico tan propio de los norteamericanos, los sesudos de la CIA y el Pentágono hicieron los cálculos de la cantidad de efectivos que debería tener el contingente invasor, los barcos y las armas para conseguir el objetivo de destruir la Revolución cubana.
Creyeron que con cerca de 1 700 hombres, 36 aviones de combate y transporte, 5 tanques, 11 camiones artillados, 30 morteros, 28 cañones sin retroceso, 50 bazucas, 46 ametralladoras pesadas, 10 000 fusiles y grandes cantidades de pertrechos diversos bastaba para derribar el Gobierno de La Habana, carente casi de aviación y de marina de guerra.
Por su parte Fidel, impulsor principal de la Campaña de Alfabetización, como antes de la Reforma Agraria, la rebaja de los alquileres, la Reforma Urbana y otras medidas de beneficio popular contempladas en el Programa del Moncada, se ganó el apoyo entusiasta de las grandes mayorías.
Dotado de olfato político e instinto previsor excepcionales, el Comandante en Jefe Fidel Castro demostró con su proceder que poseía total conocimiento de las posibles acciones enemigas contra Cuba; su secuencia, magnitud, alcance y hasta la fecha aproximada de su realización.
Desde el comienzo de esas acciones, Fidel no dejó ninguna sin respuesta, lo que fue profundizando la marcha del pueblo cubano por el camino de la construcción socialista. A la supresión de la cuota azucarera respondió concertando un amplio convenio comercial con la Unión Soviética; a la negativa de las refinerías a procesar crudo de la URSS replicó nacionalizándolas; a los petardos y atentados, les opuso los CDR y a los ataques piratas y el bandidismo, contraatacó creando las milicias.
El 15 de abril de 1961 se produjo el ataque alevoso de aviones B-26 procedentes de territorio norteamericano y Centroamérica contra los aeropuertos de Ciudad Libertad, San Antonio de los Baños y Santiago de Cuba, sin que los agresores pudieran lograr su objetivo de destruir en tierra la exigua aviación de combate disponible, pues los aviones habían sido desconcentrados y camuflados por orden expresa de Fidel
El emotivo discurso del Comandante en Jefe en el entierro de las víctimas fue a la vez que un recuento de las agresiones del Gobierno de Estados Unidos contra Cuba, un análisis de la situación creada y un ferviente llamado al combate, ya que definía la acción criminal de la víspera, preludio de la invasión mercenaria.
Pero el pronunciamiento capital había sido hecho: “Eso es lo que no pueden perdonarnos: que estemos ahí en sus narices. ¡Y que hayamos hecho una Revolución socialista en las propias narices de los Estados Unidos!”.
Una vez confirmado el desembarco mercenario por la costa sur de la antigua provincia de Las Villas, Fidel dirigió personalmente la utilización de las unidades disponibles en el escenario de los combates. El líder revolucionario delegó en el entonces capitán José Ramón Fernández la dirección de Operaciones en el puesto de mando establecido en el central Australia, pero constantemente supervisó y acudió incluso a la línea de fuego a puntualizar las misiones de las diferentes fuerzas.
Con la responsabilidad principal al frente del país desde su cargo de Primer Ministro, el siempre invicto Comandante mantuvo el control sobre la situación y descubrió elementos claves del plan enemigo sobre cuya base adoptó decisiones que resultaron decisivas para su derrota.
El primero fue la movilización general en la noche del 16 de abril; el segundo, la utilización intensiva de la aviación para echar a pique la flota mercenaria; el tercero, la deducción, de acuerdo con el escenario elegido: una zona aislada con prácticamente una sola vía de acceso y un aeropuerto, del plan de instalar allí un gobierno títere que pidiera la intervención de EE.UU. y la OEA para darle fachada legal a la agresión.
De ahí el comentario ante sus compañeros de armas: “No se trata de impedir un desembarco, sino de exterminar inmediatamente a los invasores”. Todas las acciones ejecutadas a partir de ese instante, condujeron inexorablemente al fin propuesto. Hacia Girón marcharon riadas de milicianos, policías y soldados rebeldes por todas las vías posibles, hasta la derrota de los mercenarios en menos de 72 horas.
Y luego se lamentaban con rabia y amargura en Washington por haber subestimado el liderazgo de Fidel, su inteligencia y valentía, así como la capacidad de lucha del pueblo cubano.
A raíz de la debacle Kennedy fustigó a la CIA y al Pentágono y recibió a su vez la crítica virulenta de los cubanos extremistas. Para algunos estudiosos, el Presidente firmó en Girón su sentencia de muerte por no haber ordenado la intervención militar directa contra Cuba.
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