La voz consejera del presbítero José Benito Ortigueira llegó a la generación de espirituanos lanzada a la Guerra Grande.
El sillón de caoba ya no se mece, como antes, al compás del péndulo del reloj de pared, a punto de dar las cinco de la tarde del 10 de abril de 1860. Con excepción de sus exalumnos residentes en La Habana, la mayoría de sus allegados ha acudido a saludar en su casa a José Benito Ortigueira y Fariñas, quien hoy cumple 77 años.
—La bendición, padre, le dice el doctor Sebastián Cuervo y Álvarez, al rebasar el portón de madera preciosa claveteado de la casona marcada por el número 8, de la calle San Rafael, actualmente Independencia.
—Dios te bendiga, hijo, le agradece José Benito con voz quebrada, pero sin extraviar su acento gallego, a pesar de las más de tres décadas y media de permanencia del ibérico en la isla.
— I —
Ortigueira y Fariñas había nacido en San Andrés de Baliña, en Pontevedra, Galicia. Con vocación hacia el sacerdocio católico, ejerció carrera eclesiástica en la comunidad de Franciscanos; de palabra fértil, sobresalió como orador sagrado en el convento de San
Francisco de Salamanca, donde fue predicador, confesor de seglares y prior.
A raíz de expresar ciertas ideas liberales acerca del movimiento independentista desencadenado en América —disonantes con el absolutismo de Fernando VII—, el religioso, perseguido por los súbditos al monarca, cruzó el Atlántico a bordo de un barco que parecía no tocar nunca el puerto de La Habana.
Aunque no exhibía una pizca de ególatra, el presbítero más de una vez relató su azarosa travesía hasta esta colonia de ultramar, adonde llegó en 1824, a sus discípulos espirituanos y al propio Cuervo y Álvarez.
—En el barco, mi salvación fueron los clásicos latinos, le reitera en día de remembranzas a Sebastián, médico peninsular natural de Cádiz, radicado en la villa.
En un baúl, con más pinta de librero que de guarda ropa, trajo textos de Ovidio, Horacio, Virgilio y Tácito, cuyas obras leyó lo mismo en la cubierta que sobre el camastro en la nave.
— ¿Por qué tanta predilección por Tácito?, indaga el médico cirujano, con ínfulas de periodista esta tarde.
—Dios me libre por ser absoluto, pero ese es el más clásico de todos. Escribió con galanura; no era hablantín, hijo mío. Lo leí y releí en mi viaje.
—Padre, ¿quién le dio protección a usted en La Habana?
—Mi amigo, el Obispo Espada, hombre muy ilustrado a quien conocí en Salamanca.
De los sólidos vínculos de Ortigueira con Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa, prelado de la diócesis habanera, escribió el historiador espirituano Rafael Cruz Pérez en la revista Hero en 1908, donde se recoge que el Obispo visitaba —sobre todo cuando había exámenes— las clases de José Benito en su colegio, de ganado crédito, en la capital.
— ¿Y qué lo trajo a Sancti Spíritus?, vuelve a la carga Sebastián.
—Mi palabra empeñada con Espada. Él quería que reabriera la Escuela Patriótica que fundó aquí en 1806; pero, yo tenía compromiso con mis discípulos y sus padres en La Habana; no los podía dejar a la bartola en medio de un curso.
Al fallecer en 1832 quien devino figura prominente de la primera mitad del siglo XIX cubano, José Benito rehizo su baúl de libros y ropas y se asentó en la cuarta villa cubana un año después.
En La Educación en Sancti Spíritus hasta 1958, los hermanos Jacobo y Pedro Guiribitey Alcalde exponen que Ortigueira y Fariñas asumió, a su llegada, la dirección de la Escuela de Enseñanza Mutua debido a la renuncia presentada por el maestro santiaguero José María Villa, aquejado de problemas de salud.
—Padre, ¿y cómo podía mantener funcionando el colegio?, se interesa Cuervo y Álvarez.
—Con el dinero del Ayuntamiento y las rentas de las haciendas Yagua y Cayajaná.
La historiografía señala que el presbítero ocupó, además, la dirección de la Escuela Patriótica en mayo de 1833, cerrada a partir de la muerte del maestro fray Sotelo de Espinosa.
Tiempo después, Ortigueira fusionó ambos colegios en una sola institución radicada por años en San Rafael No. 50. A la par de ello, se encargó de la clase de Latinidad, abierta en la villa a principios de siglo por el Obispo Espada en el convento de San Francisco.
Rafael Cruz Pérez, quien solía presenciar cómo el eclesiástico gallego impartía este idioma, apunta que el arribo del religioso a Sancti Spíritus implicó “una faz enteramente nueva” en la enseñanza de la niñez; “el nuevo profesor, que venía precedido de gran fama desde la capital, unía á su gran entusiasmo por la instrucción y á buen sentido pedagógico, muy sólidos conocimientos en ciencias é idiomas”.*
— II —
Sentados en la sala de la mansión, el padre Ortigueira y Sebastián charlan de espaldas al reloj, que anuncia las seis de la tarde. De la cocina les traen una champola, que arranca la acotación del cirujano: “La guanábana es buena contra el catarro y la uretritis”. “Pero, mis achaques ya no tienen remedio; hijo mío, nadie puede contra la vejez”, le replica el amigo, quien el año anterior (1859) había dejado la escuela por su disminuida salud.
—Todo maestro tiene alumnos preferidos, alega don Sebastián entre sorbo y sorbo del refresco.
—Mi caro amigo, evite ese comentario. Todos eran iguales para mí.
El presbítero no solo fue educador de figuras como el historiador Rafael Félix Pérez-Luna, el economista Leopoldo Cancio, el maestro Marcial Valdivia y el médico Antonio Rudesindo García y del Rijo; sino de la generación de espirituanos que trocó la placidez del hogar por la manigua durante la Guerra de los Diez Años, entre ellos, Honorato del Castillo, Marcos García, José Miguel Gómez, Rafael Río-Entero y José Rafael Estrada (Casilda).
En Epítome de la historia de Sancti Spíritus desde el descubrimiento de sus costas (1494) hasta nuestros días (1934), el investigador y folclorista Manuel Martínez-Moles asegura que entre los maestros de instrucción primaria y superior de la villa, ninguno ha dejado un nombre más querido y venerado que el presbítero gallego.
“(…) aunque él español adicto a España no podía predicar el separatismo predicó sí la verdad y el derecho templando el alma de sus alumnos para las luchas de la vidas en aras del amor y la justicia”.**
—Don Sebastián, la violencia genera violencia, dijo el padre a su coterráneo peninsular, como si estuviera en el confesionario.
A la altura de sus casi ocho décadas de vida, José Benito no había perdido la voz consejera que animaba sus clases, incluso, las de Latín. Cuentan que diariamente orientaba leer el Diario de la Marina, y cuando escuchaba alguna palabra ofensiva al sentimiento cubano, detenía la lectura y censuraba la actitud del escritor, según Cruz Pérez. “Sed perfectos como lo es nuestro Padre celestial”, repetía.
Por ello, al conocer del fusilamiento del poeta Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido), a quien profesaba amistad, a nadie extrañó que sostuviera: “El odio es el peor de los pilotes, conduce siempre al abismo, en tanto que el amor (…) conduce a puerto seguro”.
— III —
Los candelabros rocían la mansión con tenue luz. Hacia varios días, el doctor Cuervo le había anunciado la visita a Ortigueira, quien sabía al dedillo cantos de la Eneida, de Virgilio; fragmentos completos del Arte poética, de Horacio…
—Pero nunca he compuesto un verso.
— ¿Y qué es la poesía para usted?, inquiere don Sebastián.
—La lengua de los dioses; así se lo dije a La Sagra, hombre de mucha lectura, cuando lo tuve de huésped en esta casa en diciembre del año pasado (1859).
Ciertamente, en Historia física, económico-política, intelectual y moral de la isla de Cuba, el sabio español Ramón de la Sagra expone sobre su coterráneo: “(…) su amistad me fue útil bajo muchos aspectos en ese pueblo, pues aparte del agrado en el hospedaje fraternal que me procuró, le soy deudor de noticias interesantes y relaciones preciosas para el objeto de mi viaje”.***
El presbítero no vivió enclaustrado en su casona de rejas de hierro y alero voladizo, remozada a propósito de los 500 años de la fundación de Sancti Spíritus para ser sede de la Oficina del Conservador de la cuarta villa cubana.
La Historiadora de la Ciudad, María Antonieta Jiménez Margolles, y Javier León Valdés, autores de una investigación acerca de esta residencia y antiguo dueño, indican que José Benito fue uno de los promotores de El Fénix (1834), el primer periódico local; colaboró cuando la epidemia del cólera azotó esta región en 1835, y fungió como vicepresidente de la Sociedad Patriótica en Sancti Spíritus.
La proyección humanista del padre Ortigueira decayó con el tiempo debido a problemas de salud, a los cuales permaneció atento el doctor Cuervo y Álvarez, quien embalsamó el cadáver de José Benito, costeó el nicho y la lápida al morir este el 3 de mayo de 1866.
Veintiséis años después falleció el médico, y atendiendo a su manifiesto pedido —así lo recoge el historiador Rafael Cruz—, los restos del maestro fueron depositados junto a los de don Sebastián, amigo que jamás olvidó el consejo del erudito educador, escuchado entre sorbo y sorbo de refresco de guanábana, aquella tarde de 1860:
—Hijo mío, nunca imitéis al fariseo.
Notas:
*, ** y ***: Se respeta la ortografía y la redacción originales.
Muy interesante y muy bien escrito.Gracias a UD,periodista, me entero de quienes fueron las personas cuyos nombres llevan algunas calles espirituanas. Que se repita