En plena selva, reino de los indios waraos, María del Carmen Hernández, una de las enfermeras cubanas más longevas que prestan servicios en Venezuela, teje su historia junto a otros colaboradores de Salud Pública
Este niño quizás sea el futuro cacique de la isla Pedernales; me lo anuncia María del Carmen Hernández Granados con el olfato de quien ha vivido mucho. Limpia el cuerpo breve y lo envuelve en una sonrisa. Este es su rito en el salón de parto, no importa en cuál sitio perdido del mundo se encuentre.
En Pedernales, uno de los cientos de cayos del delta del río Orinoco —justo donde se asientan los waraos, la segunda población indígena en magnitud de Venezuela— presta servicios esta enfermera neonatóloga de 69 años de edad, una de las más longevas entre los colaboradores cubanos de la Salud en el país sudamericano.
María del Carmen lleva amarrado un pañuelo en la mitad de la cabeza; aun así las canas se escurren para develar toda la blancura presente también en su alma, que brota transparente en el Centro Médico de Atención Integral de Pedernales —ubicado en el estado de Delta Amacuro—, verdadero anacronismo en medio del paraje selvático.
De allí sale de vez en vez a recorrer la comunidad indígena. Camina casi de puntillas por los estrechos puentes de madera, por si acaso. La mujer menuda, muy menuda, llega a esta y a aquella casa flotante que sobreviven al tiempo y a las aguas.
Todo el rostro de la pobreza existente allí no cabe en una sola mirada de la enfermera cubana. Gesticula y pronuncia vocablos en dialecto warao; los indios asienten con la cabeza, y la ternura de la vieja sanitaria parece medicina. Me ha confesado que al final de largas jornadas, en el silencio sepulcral de las noches, inventa culeros y paños de batas desechables para arropar a los bebés acabados de nacer. “Me duele el alma si los veo desnudos y con frío. Por eso los abrigo y lo primero que hago es acercarle la criatura a la mamá para que la bese; se la acurruco en los senos, y aunque no me preguntan el sexo, les digo: es una hembrita, es un varoncito”.
Por ese arte de resolver imposibles, más de una vez la han buscado de madrugada para canalizar venas que nadie se atreve. “El primer día que llegué —relata María del Carmen— me trajeron un niño desnutrido y deshidratado; apenas tenía piel en los brazos. Donde puse la aguja, ahí mismo acerté. Al amanecer fui a verlo, ya era otro.
“Aquí llegan pacientes hasta de la isla Misteriosa; la mayoría de las veces son niños en estado muy crítico. Los indios, por su idiosincrasia, prefieren llevarlo primero al maraquero o brujo, y cuando este ve que ya no puede hacer nada, entonces dice: ‘llévenselo a los médicos cubanos’”.
Enemiga de los elogios, Hernández Granados habla siempre de los demás porque sabe que desde Tucupita hasta los municipios de Antonio Díaz y Pedernales, casi un centenar de cubanos de la misión médica viajan en canoas o curialas de un solo tronco por decenas de bocas de ríos que se entrecruzan como laberintos para atender a una población de más de 8 600 habitantes, quienes viven en pobreza extrema.
En horas de soledad, la enfermera se ríe para huir de la tristeza; lleva más de 20 meses alejada de los suyos. Todavía el corazón no se le ha limpiado de añoranzas de su Habana cosmopolita y mestiza, de sus calles y su gente.
Extraña la mesa que servía y la espera para que todos, hijos y nietos, se sentaran. “Si no se come juntos —aclara— no hay familia”.
En 50 años de ejercicio en la Enfermería ha visto de todo y ha salvado a muchos seres. “Me gusta atender a los niños recién nacidos porque yo tengo que adivinar lo que tienen, dónde les duele; pero nada se logra sin dedicación. Desde que me gradué en 1965, ese ha sido mi trabajo en el Hospital General Enrique Cabrera, de La Habana. Después de mis hijos, tener tantos otros hijos, me da mucha paz”.
Mortal al fin, María del Carmen no esconde sus miedos; teme cuando navega en lancha sobre el lomo del río Orinoco; teme a la rebelión de sus aguas que la rodean y al calendario que pasa inexorablemente.
Nadie sabe a ciencia cierta cuándo dejará de estar al lado de un cunero; al pensar en ello, el pecho se le enferma. Es entonces que una lágrima bojea su nariz, resbala por el rostro ovalado y pequeño. Hace un año le informaron que debía retirarse. “Esas palabras me maltrataron —comenta—; porque aún me sentía con ganas de seguir trabajando. Por suerte, escucharon mi negativa, y aquí estoy. ¿Quién dice que hay una edad señalada para cansarse?”. Con esta resolución de María no hay lugar para las dudas; si el mundo se pone de parto, ella lo hace parir también.
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