Toda imagen es formulada por el quehacer humano y es la representación simbólica de un hecho real o de pensamiento, que se traduce en sistemas imaginario-simbólicos: la historia, la literatura, el arte, la religión… Visto así, la ciudad se construye, tanto material como espiritualmente; se crea una imagen a partir de la palabra, hablada y escrita, que crece a la par de la estructuración urbana.
La primera figuración de Trinidad, como todas, es construida y nosotros la percibimos según nuestro punto de vista, de acuerdo con la época. Pero, ¿cuál es? La que brindó el conquistador Diego Velázquez a principios del siglo XVI, cuando dejó establecido que había fundado las tres primeras villas en la isla de Cuba: Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa, San Salvador y la Santísima Trinidad.
Sobre esta última dijo que estaba a orillas del río Arimao, con tierras muy fértiles y buenas para la crianza de ganado, con minas de oro cerca; también habló de su delimitación urbana, con solares para la edificación de la iglesia y casas. Sin embargo, ¿era una representación real del pueblo que se estaba fundando?
Diego Velázquez tenía una función político-militar que cumplir dentro de un discurso de poder que le exigía respuesta, realizó el acto que se le pedía y lanzó su imagen, la proyectó para la posteridad, fijada para siempre dentro del discurso histórico de la isla. Por tanto, la concepción inicial de Trinidad es fundacional y está llena de contradicciones entre lo que se dice y lo que se oculta.
Las primeras referencias corresponden al imaginario histórico y el carácter ancilar de estos textos les permite darse la mano con el imaginario literario, si pensamos en los cronistas de Indias como “los hombres que hablan porque el paisaje les dicta”, hermosa imagen concebida por el poeta José Lezama Lima para referirse a cuánto de testimonial y de ficción literaria tienen los documentos de esa época.
En la discursividad histórica sobre la fundación de la ciudad, la palabra legitima la conquista y la colonización. Después se conforma su imagen urbana cuando se concentran elementos simbólicos en la Plazuela del Jigüe —el árbol, la cruz y dos placas conmemorativas alegóricas— que, sobre todo, se asientan en una tradición oral muy fuerte que le dio corporeidad legendaria tradicional; la voz del pueblo que se explicó a sí mismo un hecho del que no se tenía conciencia de haberlo vivido, un acontecimiento dentro del discurso de poder del que parte todo un mundo y que se relaciona con un imaginario social muy real: la sociedad colonial, que establece en esa plazuela las primeras estructuras arquitectónicas y jurídicas que la representan: el ayuntamiento, la cárcel y la carnicería.
Múltiples documentos a lo largo del tiempo, como escritura de poder —informes pastorales, testamentos, declaraciones de funcionarios de la Corona, apuntes de viajeros y navegantes—, constituyen el imaginario histórico de esta ciudad, que se ha tomado como único patrón interpretativo, por lo general, sin tener en cuenta que en ellos se entrecruzan elementos discursivos diferentes, siempre en la frontera de lo imaginario, tanto literario como histórico.
Pero, al igual que otras villas de tan antigua estirpe, Trinidad fue tierra de promisión para oleadas de hidalgos sin fortuna, burgueses emprendedores, eclesiásticos, campesinos, moros y judíos de la diáspora posterior a la Reconquista española, y también aventureros y presidiarios. Llegaron transculturados, pero aquí lo fueron aún más, al incorporarse al ajiaco el indígena y el esclavo africano. La suya fue la palabra del otro, del que no tiene voz oficial y, sin embargo, nutrió de formas y decires de allende el océano el habla regional —vocablos y giros idiomáticos de origen árabe, kikongo, yoruba, castellano y otras lenguas romances y anglosajonas— e incorporó la base arauaca, náhuatl, quechua, a un léxico que se hacía día a día en el trasiego de mercancías, en el desmonte del bosque para fomentar fincas ganaderas e ingenios, en el ruido vocinglero e insolente de las calles y el mercado.
Por otra parte, las singulares condiciones histórico-geográficas de la región favorecieron un regionalismo que dotó al trinitario de un carácter abierto y hospitalario, tiñó de giros propios el léxico, estimuló la explicación fantasiosa acerca de riquezas y miseria, esclavitud y ansias libertarias.
Ese carácter fronterizo entre la realidad y la fantasía, que matiza de quijotescos ribetes el registro histórico de Trinidad, no se ha desprendido desde la conquista hasta acá. ¿Cómo, si no, creer, hasta hace unos años, en el caballo con un jinete sin cabeza que corría a lo largo de la calle Gutiérrez y se comía la hierba entre las piedras? ¿O en las brujas voladoras, que durante el día eran hermosas mujeres casadas y por la noche se convertían en horribles viejas que montaban en una escoba y volaban a Canarias?
Esas mujeres se transformaban gracias a la invocación de palabras mágicas: “Sin Dios y sin Santa María”. En cambio, si se hacía la señal de la cruz y se regaba mostaza perdían todo poder y se deshacía el encantamiento. De este modo, el conjuro de la palabra ha poblado la ciudad y mantiene intactos —muchas veces sin saberlo sus ejecutantes— antiguos patrones ideológicos y creencias basadas en los más disímiles fundamentos. Por eso Trinidad mantiene un rico reservorio de mitos y leyendas, acumulados básicamente durante la época colonial, y su estudio permite la comprensión del pensamiento de ese período.
Como sus portadores, las manifestaciones orales transitan de la más oscura magia blanca, que vino de la Península Ibérica y sus islas adyacentes, a la hechicería que viajó desde África encerrada con los esclavos traídos a América y que aquí se transformó, por la alquimia de la transculturación, en ensalmos, oraciones religiosas, canciones, leyendas, fábulas… que pueblan día a día la vida, no de negros ni de blancos, sino de trinitarios todos.
Fábula en movimiento de procedencia africana es la más conocida de todas: la Matanza de la Culebra, que recorre las calles como imagen carnavalesca una vez al año. Si se observa bien, no solo la vestimenta del matador —levita, sombrero y bastón— retrotrae a tiempos pasados; la palabra bozalona rememora el africano recién desembarcado, que apenas sabía hablar español, y la plegaria a San Antonio (de Padua), patrón de Portugal en su colonia de Angola, donde rápidamente fue asumido como santo de los congos reales, que en una doble transculturación lo reverenciaron en su cabildo trinitario.
Sin el verbo la ciudad no tiene identidad. Su valor como expresión de la memoria es lo que inmortaliza los acontecimientos de la vida cotidiana. Por eso no importa que la pátina del tiempo lo cubra todo en una ciudad tomada por los recuerdos. En una aparente paradoja, ellos la salvan del olvido, la recrean con amorosa paciencia y muchas veces confunden realidad y fantasía. Están en todas partes: saltan de una foto o las páginas de un libro, afloran en la conversación o se agolpan tras un postigo entornado.
El valor de la memoria es tan fuerte en esta ciudad que invade los espacios para ofrecer el testimonio de lo criollo de todas las épocas, bien sea a través de edificaciones, objetos o tradiciones culturales; pero, indudablemente, lo primero es la palabra, que nombra, comunica, construye, destruye y reconstruye la imagen citadina.
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