Luego de casi medio siglo frente a la mesa de operaciones, el doctor Primitivo Condis Sacasas no se cree un consagrado.
Pudiera llamarse Modesto, en lugar de Primitivo Condis Sacasas —aunque el nombre ha sido la herencia de los primogénitos de la familia desde su abuelo paterno hasta su hijo—. Pudiera alzarse en armas para defender sus principios, por esa rebeldía casi congénita y su adicción irremediable a las izquierdas. Pudiera haber regresado a La Habana, trabajar en el Ministerio de Salud Pública y convertirse en industrialista por tal de olvidarse de estas tierras yayaberas.
Pudiera haber incumplido la apuesta con su amigo aquel fin de año, no haber conocido a Cecilia y no estar pensando ahora en las cercanas bodas de oro. Pudiera resignarse, al borde de sus 80 años, a dejar de subir a la azotea del tercer piso a contemplar la ciudad que atardece a sus pies y hasta puede que se acostumbre a esa casa sin nietos. Pudiera haberse negado a hablar de sí mismo —pero el empecinamiento de esta novel reportera doblegaría un tanto sus resabios—… Mas, lo confiesa: de lo único que no ha podido abstenerse jamás es a ser cirujano.
“Mi vida es como una cinta de un electrocardiógrafo: con altas y bajas. Yo nací en La Habana pero soy made in USA porque a mí me concibieron en Estados Unidos. Mi mamá y mi papá se conocieron y se casaron allá. Los dos eran de Manzanillo, pero se habían ido de aquí por la difícil situación económica cuando el gobierno de Machado. Mi papá había sido nombrado cónsul de Cuba allá, pero la vieja nunca quiso que yo naciera en el Norte”.
Hasta los siete años sería un niño habanero. La ayuda de su padre a los hombres de Guiteras sería el pretexto para que Batista, una vez en el poder en 1940, lo dejara cesante. Regresarían entonces a Manzanillo, a una finca en La Demajagua sin más entretenimiento que velar las nubes para escapar de la escuela rural ante la amenaza de cualquier lloviznazo y la presumible ausencia de los profesores.
Bajo protesta se separaría de los padres —y desde entonces aprendería a sobrevivir en esa independencia obligada debido a sus misiones consulares en varios países— por tal de garantizar sus estudios. No era aquella casa oriental de puntales altos, y con una abuela paterna a la que llamaba señora, su hogar; pero de allí se iría con el diploma de sexto grado y 15 años cumplidos.
UN REBELDE CON CAUSA
El Instituto de La Víbora lo recibió con un cartel de palestino endilgado por sus compañeros, un sustento endeble de la enseñanza anterior, una aversión crónica a las Matemáticas y con un team de doctores —desde Fernando Portuondo, Hortensia Pichardo hasta Salvador Bueno— que le despabilaron para siempre el gusto por la historia y la lectura.
¿Se inclinó hacia la Medicina por vocación, por influencia familiar o porque era una profesión bien remunerada en aquella época?
“El que te diga que estudió por vocación es mentira, todo el mundo estudiaba para mejorar económicamente. Tenía un amigo que iba a estudiar Medicina y tenía más vocación que yo porque él iba a las clínicas y de la basura recogía placas y nos poníamos a verlas y a interpretarlas, pero me dijo: ‘Ya hay muchos médicos, vamos a estudiar Ingeniería’ y le dije: ‘Mira, Pedro, a mí no me gustan las matemáticas’. Entonces pedí matrícula gratis, porque la universidad eran 60 pesos, me la concedieron y matriculé la carrera.
¿Estudió solo por eso, para mejorar económicamente?
“No, porque me gustaba, igual que la cirugía, si no hacía cirugía no hacía más nada, porque a mí lo único que me gustaba era eso. Pero la residencia era para los súper especialistas, porque eran contadas y siempre los hijos de los profesores eran los más brillantes —no sé si era un problema genético o cuál era—, tenías que tratar de acercarte a alguien y trabajar con él como si fueras un alumno ayudante porque no te daban docencia”.
Sin haber usado ni una bata blanca comenzaría a ayudar a un estudiante que asistía a un urólogo en La Covadonga y trabajaría también en una clínica hasta que entró al Calixto García para ayudar a Pardo Gómez, quien sería su profesor desde entonces y lo convertiría en un adicto irremediable de los quirófanos. De Medicina solo sabía aquellas dos asignaturas que pudo cursar antes de que la patrulla se apostara delante de la Universidad, aquel hervidero político, y cerrara sus puertas. Corría 1957.
Pero antes de haber dado un punto de piel; antes, incluso, de la primera apendicectomía y de aquel descalabro de principiante de entrar sin nazobuco al salón, examinaría su otra carrera: la de la lucha clandestina. Desde sus primeros pininos médicos en La Covadonga se enrolaría en la venta de bonos que guardaba dentro de las plumas de fuente, en la compra de medicamentos, en el “escape”, en plena calle 23 en el Vedado, de globos con el número 26 tatuado…
“Yo no era comunista. Yo era anticomunista del antiguo Partido Socialista, porque había una campaña muy grande contra esa gente y siempre influía, pero yo era antimperialista porque los mismos viejos lo que me hablaban de allá eran horrores, pero la política siempre me ha gustado y, sobre todo, las izquierdas”.
El Hospital Mercedes y el Calixto serían entonces otro escenario de batalla. “Mañana operan a mi primo, hace falta que vengas”, bastó aquella clave para enrolarse en la huelga del 9 de abril cuando el fracasado asalto a la armería. No fueron los únicos riesgos, luego del triunfo de enero se uniría a las milicias universitarias, sería uno de los primeros en llegar a la universidad aquella mañana en que confundió las bombas de Girón con las ráfagas de unos truenos pasajeros, se vestiría de cirujano —aún en sexto año de la carrera— para compensar el éxodo de médicos. “En mi hospital los cirujanos operaron por la mañana y por la tarde se fueron del país”, recuerda.
Apenas tenía 28 años y sin colgar en la pared el título de doctor en Medicina, en aquel apartamento de recién casado, le llegó la noticia: “Te tenemos una ubicación: director del hospital del Reclusorio Nacional en Isla de Pinos”.
¿Por qué no vaciló ante la propuesta?
“Acepté, pero puse mis condiciones. Primero, que no me vestía de verde porque yo era civil; segundo, que no iba a vivir donde lo hacía el médico y tercero, que tenía que operar y allí no se hacía. Los presos, que no eran prisioneros comunes, desde el principio me decían la autoridad”.
A la Isla llegó por un año y se quedó durante tres. De allí saldría para hacerse especialista en Cirugía General y, luego, tendría que empacar obligadamente las maletas hacia Sancti Spíritus en un viaje que jamás presintió sin retorno.
“¡Doctor Condis, doctor Condis, urgente!”. La voz de alarma lanzada una tarde de domingo en medio de la oscura sala del cine Conrado Benítez interrumpió la función y dejó plantada a Cecilia. No era su día de guardia, pero bastó el llamado para que saliera en estampida.
“Para Sancti Spíritus tuve que venir como jefe de servicio —evoca ahora cuando ya han pasado 45 años de aquel suceso—. Los médicos de aquí eran mucho más viejos que yo. Había tres especialistas y dos doctores generales en función de cirujanos, que tenían sus consultas privadas, por lo que la mentalidad era otra. Me fue difícil trasladar mi estilo de trabajo que implicaba madrugar en el hospital, que los casos no tenían nombres y eran de todos y que exigía mucho”.
Con las mismas armas dirigiría durante cuatro años la vicedirección quirúrgica del Hospital Camilo Cienfuegos, movilizaría a los médicos para la caña cuando la zafra de los 10 millones, sería miembro del Comité Municipal del Partido, convertiría el servicio de Cirugía —de un año a otro— en uno de los mejores de la otrora provincia de Las Villas e iniciaría la formación de esos especialistas en las aulas espirituanas.
“Hay dos tipos de profesores: los que dan títulos y los elementales. Yo soy de los últimos, he enseñado lo que sé y nunca me he dejado nada debajo de la manga. Solo he intentado educar a los muchachos en que el cirujano tiene que ser como un pianista, lo mismo debe saber tocar una música clásica que la pieza más popular”.
Se cree intrascendente, aunque los títulos en la pared lo desmientan: especialista de segundo grado en Cirugía General, investigador adjunto del Citma, miembro titular de la Sociedad Cubana de Cirugía… Mas, de esa supuesta “elementalidad” han aprendido varias generaciones, tantas que incluso hoy, cuando es el cirujano en activo más longevo de la provincia y ya no tiene pizarrones para dictar conferencias, enseña: el primero en llegar a la entrega de guardia, la ida diaria al hospital, incluso bajo la lluvia; la atención a los pacientes; la actualización permanente sin computadora y con el peso de casi 80 años…
Poco ha cambiado con los años, lo suficiente como para que a ratos —aun cuando no lo confiese nunca— le ronde cierto vacío insondable.
Luego de casi medio siglo en un quirófano, ¿cómo fue el día que decidió dejar de operar?
“Hace cuatro o cinco años. Dicen que el pelotero tiene que saber cuándo colgar los guantes y el cirujano, igual, tiene que saber cuándo colgar el bisturí. Yo extraño mi salón, que no es el de ahora, pero nunca más he vuelto a entrar. Mientras esté lúcido no dejo de ir al hospital”.
Lo dice mientras balancea el sillón y rememora otros tiempos en los que vestía de verde de los pies a la cabeza. Lo repite, como si no le pesara, con la misma vehemencia que le hace brillar los ojos cuando confiesa: “Para mí una operación es una obra de arte; me gusta eso de desarmar algo y arreglarlo. La cirugía para mí es todo; es mi vida”.
Y quizás sea esa pasión —aunque también ama la música, la pintura y el ballet— la que más se recuerde entre quienes lo ven entrar calladamente, con la bata a ras de la cintura, la calvicie pronunciada y la estatura recortada por el tiempo. A ellos le ha legado más de lo que cree: “Solo he dejado la disciplina y el ejemplo, pero no me gusta presumir… no me gusta hablar de mí mismo”.
Por eso puede que se hayan quedado unas cuantas historias en el tintero —como me advirtió—. Puede llegar a ser conmovedoramente sensible —sin que lo reconozca— y guardar en una caja las postales manuscritas de sus alumnos, las fotos de los tatarabuelos o el dibujo de su nieta. Puede que me juzgue cada una de estas letras, pero no me hubiese perdonado desistir de esta charla por la misma razón que él jamás pudo renunciar a ser cirujano.
BUENOS DIAZ, RECONOCIDO HOMENAGE A QUIEN CON SU TRABAJO DIA A DIA HA SIDO EJEMPLO DE PROFESOR Y DE HOMBRE PARA EL GRAN NUMERO DE ALUMNOS QUE HA AYUDADO A FORMAR, MIS GRACIAS POR TODO LO QUE APRENDI CON EL, DESDE BRASIL UM ABRAZO DE CHENCHO.
Saludos mi estimado profe desde Ecuador nuestro reconocimiento gracias por compartir con nosotros su experiencia sus conocimientos, ahora somos profesionales con tinte solidario y humanista
por suerte podemos contar todavia con estos profesores ,yo tengo el orgullo de tenerlo como profesor cuando fui estudiante de medicina hace nada mas que 20 años . Solo pido que todos estos profesores que todavia entregan lo mejor de si para su pueblo lo atiendan y sean escuchado sus preocupaciones ya que son muy importante para todos nosotros.gracias profe por existir ,todo mis respeto para usted.
Ese es mi tío, y yo su sobrina preferida, acabo de leer esta entrevista y me conmovió, pues mis padres tuvieron una historia muy parecida, ya no están ninguno de los dos en este mundo, a mi padre quien también cumpliría 50 años de graduado en medicina este año, son del mismo curso, lo perdí el día 23 de abril y mi madre, la hermana de Cecilia hace un tiempo ya, agradezco a la periodista su paciencia pues conociendo a mi tío me imagino el trabajo que pasó para la realización de este reportaje que está bellísimo. Gracias.